La Cruz gloriosa . La devoción a la cruz.
José María Iraburu, sacerdote
–¡Oh cruz fiel, árbol único en nobleza!
–Jamás el bosque dio mejor tributo en hoja, en flor y en fruto.
El
coro de la Tradición cristiana, a lo largo de los siglos, continúa
cantando con muchas voces diferentes un mismo canto de gloria, gratitud y
alabanza a la Cruz de Cristo.
San Gregorio Nacianceno (+390)
Amigo de San Basilio y monje como él, fue obispo de Constantinopla, llamado «El Teólogo».
«Vamos
a participar en la Pascua… Sacrifiquemos no jóvenes terneros ni
corderos con cuernos y uñas, más muertos que vivos y desprovistos de
inteligencia, sino más bien ofrezcamos a Dios un sacrificio de alabanza
sobre el altar del cielo, unidos a los coros celestiales…
«Inmolémonos
nosotros mismos a Dios, ofrezcámosle todos los días nuestro ser con
todas nuestras acciones. Estemos dispuestos a todo por causa del Verbo; imitemos su Pasión con nuestros padecimientos, honremos su sangre con nuestra sangre, subamos decididamente a su cruz.
«Si
eres Simón Cireneo, toma tu cruz y sigue a Cristo. Si estás crucificado
con él como un ladrón, confía en tu Dios como el buen ladrón. Si por ti
y por tus pecados Cristo fue tratado como un malhechor, lo fue para que
tú llegaras a ser justo. Adora al que por ti fue crucificado, e,
incluso si tú estás crucificado por tu culpa, saca provecho de tu mismo
pecado y compra con la muerte tu salvación. Entra en el paraíso con
Jesús y descubre de qué bienes te habías privado. Contempla la hermosura
de aquel lugar y deja que fuera muera el murmurador con sus blasfemias.
«Si
eres José de Arimatea, reclama su cuerpo a quien lo crucificó y haz
tuya la expiación del mundo. Si eres Nicodemo, el que de noche adoraba a
Dios, ven a enterrar el cuerpo y úngelo con ungüentos. Si eres una de
las dos Marías, o Salomé, o Juana, llora desde el amanecer; procura ser
el primero en ver la piedra quitada y verás quizá a los ángeles o
incluso al mismo Jesús».
(Sermón 45, 23-24: MG 36, 654-655: leer más > LH sábado V Cuaresma).
San Juan Crisóstomo (+407)
Nacido
en Antioquía, monje, gran predicador, obispo de Constantinopla, Doctor
de la Iglesia, es desterrado por combatir los errores y los pecados de
su pueblo, especialmente de la Corte imperial, y muere en el exilio.
«¿Quieres saber el valor de la sangre de Cristo? Remontémonos
a las figuras que la profetizaron y recorramos las antiguas
Escrituras. «Inmolad, dice Moisés, un cordero de un año; tomad su sangre
y rociad las dos jambas y el dintel de la casa» [Ex 12,5.7]. ¿Qué
dices, Moisés? La sangre de un cordero irracional ¿puede salvar a los
hombres dotados de razón? «Sin duda, responde Moisés: no porque se trate
de sangre, sino porque en esta sangre se contiene una profecía de la
sangre del Señor»…
«¿Deseas descubrir aún por otro medio el valor de esta sangre? Mira de dónde brotó y cuál sea su fuente. Empezó a brotar de la misma cruz y su fuente fue el costado del Señor. Pues
muerto ya el Señor, dice el Evangelio, «uno de los soldados se acercó
con la lanza, y le traspasó el costado, y al punto salió agua y sangre»
[Jn 19,34]: agua, como símbolo del bautismo; sangre, como figura de la
eucaristía… Con estos dos sacramentos se edifica la Iglesia: con el
agua de la regeneración y con la renovación del Espíritu Santo, es
decir, con el bautismo y la eucaristía, que han brotado ambos del
costado. Del costado de Jesús se formó, pues, la Iglesia, como del costado de Adán fue formada Eva».
(Catequesis 3,13-19: SC 50, 174-177: leer más > LH Viernes Santo).
San Gaudencio de Brescia (+410)
De
este santo Obispo de Brescia se conservan 21 sermones, varios de ellos,
preciosos, sobre la Pascua sagrada de nuestro Señor Jesucristo.
«El
sacrificio celeste instituido por Cristo constituye efectivamente la
rica herencia del Nuevo Testamento que el Señor nos dejó, como
prenda de su presencia, la noche en que iba a ser entregado para morir
en la cruz… Este es el viático de nuestro viaje, con el que nos
alimentamos y nutrimos durante el camino de esta vida, hasta que
saliendo de este mundo lleguemos a él…
«Quiso,
en efecto, que sus beneficios quedaran entre nosotros, quiso que las
almas, redimidas por su preciosa sangre, fueran santificadas por este
sacramento, imagen de su pasión; y encomendó por ello a sus fieles
discípulos, a los que constituyó primeros sacerdotes de su Iglesia, que siguieran celebrando ininterrumpidamente estos misterios de vida eterna;
misterios que han de celebrar todos los sacerdotes en cada una de las
iglesias de todo el orbe, hasta el glorioso retorno de Cristo. De este
modo los sacerdotes, junto con toda la comunidad de creyentes,
contemplando todos los díasel sacramento de la pasión de Cristo, llevándolo en sus manos, tomándolo en la boca, recibiéndolo en el pecho, mantendrán imborrable el recuerdo de la redención.
«Los
que acabáis de libraros [por el bautismo] del poder de Egipto y del
Faraón, que es el diablo, compartid en nuestra compañía, con toda la
avidez de vuestro corazón creyente, este sacrificio de la Pascua salvadora;
para que el mismo Señor nuestro, Jesucristo, al que reconocemos
presente en sus sacramentos, nos santifique en lo más íntimo de nuestro
ser: cuyo poder inestimable permanece por los siglos».
(Tratado 2: leer más > LH jueves II Pascua).
San Agustín (+430)
Norteafricano
de Tagaste, durante treinta y cuatro años obispo de Hipona, gran Doctor
de la Iglesia. Su teológica y mística elocuencia se eleva en la
contemplación del sacrificio eucarístico de Cristo, del que predica
muchas veces en sus escritos y homilías.
–«¡Oh, cómo nos amaste, Padre bueno, que «no perdonaste a tu Hijo único, sino que lo entregaste por nosotros», que éramos impíos [Rm 8,32]!… Por
nosotros se hizo ante ti vencedor y víctima: vencedor, precisamente
por ser víctima. Por nosotros se hizo ante ti sacerdote y sacrificio:sacerdote, precisamente del sacrificio que fue él mismo. Siendo tu Hijo, se hizo nuestro servidor, y nos transformó, para ti, de esclavos en hijos.
«Con
razón tengo puesta en él la firme esperanza de que sanarás todas mis
dolencias por medio de él, que está «sentado a tu diestra y que
intercede por nosotros» [Rm 8,34]; de
otro modo desesperaría… Aterrado por mis pecados y por el peso enorme
de mis miserias, había decidido huir a la soledad; mas tú me lo
prohibiste y me tranquilizaste, diciendo: «Cristo murió por todos, para
que los que viven ya no vivan para sí, sino para el que murió por ellos»
[cf. Rm 14,7-9]. He
aquí, Señor, que ya arrojo en ti mi cuidado… Tú conoces mi ignorancia y
mi flaqueza: enséñame y sáname. Tu Hijo único, «en quien están
encerrados todos los tesoros del saber y del conocer» [Col 2,3], me redimió con su sangre»
(Confesiones 10,32,68-70: CSEL 33, 278-280: leer más > LH Viernes XVI T. Ordinario).
–«La pasión de nuestro Señor y Salvador Jesucristo es una prenda de gloria y una enseñanza de paciencia.
Pues, ¿qué dejará de esperar de la gracia de Dios el corazón de los
fieles, si por ellos, el Hijo único de Dios, coeterno con el Padre, no
se contentó con nacer como un hombre entre los hombres, sino que quiso incluso morir por
mano de aquellos hombres que él mismo había creado?… ¿Quién dudará que a
los santos pueda dejar de darles su vida, si él mismo entregó su muerte
a los impíos?… Lo que ya se ha realizado es mucho más increíble: Dios
ha muerto por los hombres.
«Porque
¿quién es Cristo, sino aquel de quien dice la Escritura: «en el
principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la
Palabra era Dios? Esta Palabra de Dios se hizo carne y acampó entre
nosotros» [Jn 1,1]. El
no poseería lo que era necesario para morir por nosotros si no hubiera
tomado de nosotros una carne mortal. Así el inmortal pudo morir. Así
pudo dar su vida a los mortales: y hará que más tarde tengan parte
en su vida aquellos de cuya condición él primero se había hecho
participe. Pues nosotros, por nuestra naturaleza, no teníamos
posibilidad de vivir, ni él por la suya, posibilidad de morir. Él hizo,
pues, con nosotros este admirable intercambio, tomó de nuestra
naturaleza la condición mortal y nos dio de la suya la posibilidad de
vivir.
«Por tanto, no
sólo no debemos avergonzarnos de la muerte de nuestro Dios y Señor,
sino que hemos de confiar en ella con todas nuestras fuerzas y
gloriarnos en ella por encima de todo: pues al tomar de nosotros la
muerte, que en nosotros encontró, nos prometió con toda su fidelidad
que nos daría en sí mismo la vida que nosotros no podemos llegar a
poseer por nosotros mismos. Y si aquel que no tiene pecado nos amó hasta
tal punto que por nosotros, pecadores, sufrió lo que habían merecido
nuestros pecados, ¿cómo después de habernos justificado, dejará de
darnos lo que es justo? Él, que promete con verdad, ¿cómo no va a darnos
los premios de los santos, si soportó, sin cometer iniquidad, el
castigo que los inicuos le infligieron?
«Confesemos, por tanto, intrépidamente, hermanos, y declaremos bien a las claras que Cristo fue crucificado por nosotros: y hagámoslo no con miedo, sino con júbilo, no con vergüenza, sino con orgullo… «Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo» [Gal 6,14]»
(Sermón Güelferbitano 3: MLS 2, 545-546: leer más > LH Lunes Santo).
–«Verdadero sacrificio es toda obra que se hace con el fin de unirnos a Dios en
santa sociedad, es decir, toda obra relacionada con aquel supremo bien,
mediante el cual llegamos a la verdadera felicidad. Por ello, incluso
la misma misericordia que nos mueve a socorrer al hermano, si no se hace
por Dios, no puede llamarse sacrificio. Porque, aun siendo el hombre
quien hace o quien ofrece el Sacrificio éste, sin embargo, es una acción
divina, como nos lo indica la misma palabra con la cual llamaban los
antiguos latinos a esta acción. Por ello, puede afirmarse que incluso el
hombre es verdadero sacrificio cuando está consagrado a Dios por el
bautismo y está dedicado al Señor, ya que entonces muere al mundo y
vive para Dios…
«Si,
pues, las obras de misericordia para con nosotros mismos o para con el
prójimo, cuando están referidas a Dios, son verdadero sacrificio, y, por
otra parte, solo son obras de misericordia aquellas que se hacen con el
fin de librarnos de nuestra miseria y hacernos felices –cosa que no se
obtiene sino por medio de aquel bien, del cual se ha dicho: «para mí lo
bueno es estar junto a Dios» [Sal 72,28]–, resulta claro que toda
la ciudad redimida, es decir, la asamblea de los santos, debe ser
ofrecida a Dios como un sacrificio universal por mediación de aquel gran
sacerdote que se entregó a sí mismo por nosotros, tomando la
condición de esclavo, para que nosotros llegáramos ser cuerpo de tan
sublime cabeza. Ofreció esta forma esclavo y bajo ella se entregó a sí
mismo, porque sólo según ella pudo ser mediador, sacerdote y sacrificio.
«Por
esto, nos exhorta el Apóstol a que «ofrezcamos nuestros cuerpos como
hostia viva, santa, agradable a Dios; éste es vuestro culto razonable», y
a que «no nos conformemos con este siglo, sino que nos reformemos en
la novedad de nuestro espíritu» [Rm 12,1-2]… Éste
es el sacrificio de los cristianos: la reunión de muchos, que formamos
un solo cuerpo en Cristo. Este misterio es celebrado por la Iglesia en
el sacramento del altar, donde se de muestra que la Iglesia, en la
misma oblación que hace, se ofrece a sí misma.
(Ciudad de Dios 10,6: CCL 47, 278-279: leer más > LH Viernes XXVIII T. Ordinario).
–«Jesucristo,
salvador del cuerpo, y los miembros de este cuerpo forman como un solo
hombre, del cual él es la cabeza, nosotros los miembros; uno y
otros estamos unidos en una sola carne, una sola voz, unos mismos
sufrimientos; y, cuando haya pasado el tiempo de iniquidad, estaremos
también unidos en un solo descanso. Así, pues, la pasión de Cristo no se
limita únicamente a Cristo… Porque …si [los sufrimientos] solo le
perteneciesen a él, solo a la cabeza, ¿con qué razón dice el apóstol
Pablo: «así completo en mi carne los dolores de Cristo» [Col 1,24]?…
«Lo
que sufres es solo lo que te correspondía como contribución de
sufrimiento a la totalidad de la pasión de Cristo, que padeció como
cabeza nuestra y sufre en sus miembros, es decir, en nosotros
mismos. Cada uno de nosotros aportando a esta especie de contribución
común lo que debemos de acuerdo a las fuerzas que poseemos, contribuimos con una especie de canon de sufrimientos».
(Comentarios sobre los salmos 61, 4: CCL 39, 773-775: leer más > LH 12 mayo).
San Cirilo de Alejandría (+444)
Monje,
obispo de Alejandría, gran defensor de la fe católica, especialmente
contra los nestorianos. Presidió el concilio de Éfeso (431, ecuménico IIIº), donde se profesó la fe en la Santísima Virgen María como «theotokos», Madre de Dios. Es Doctor de la Iglesia.
«Por todos muero, dice el Señor, para vivificarlos a todos y redimir con mi carne la carne de todos. En mi muerte morirá la muerte y conmigo resucitará la naturaleza humana de la postración en que había caído. Con esta finalidad me he hecho semejante a vosotros y he querido nacer de la descendencia de Abrahán para asemejarme en todo a mis hermanos…
«Si
Cristo no se hubiera entregado por nosotros a la muerte, él solo por
la redención de todos, nunca hubiera podido ser destituido el que tenía
el dominio de la muerte [el diablo], ni hubiera sido posible destruir la
muerte, pues él es el único que está por encima de todos. Por ello se
aplica a Cristo aquello que se dice en el libro de los salmos, donde
Cristo aparece ofreciéndose por nosotros a Dios Padre: «tú no quieres
sacrificios ni ofrendas, y en cambio me abriste el oído; no pides
sacrificio expiatorio, entonces yo dije: aquí estoy» [Sal 39,7-8; Heb
10,5-7].
«Cristo fue, pues, crucificado por todos nosotros, para que habiendo muerto uno por todos, todos tengamos vida en él. Era,
en efecto, imposible que la vida muriera o fuera sometida a la
corrupción natural. Que Cristo ofreciese su carne por la vida del mundo
es algo que deducimos de sus mismas palabras: «Padre santo, dijo,
guárdalos». Y luego añade: «Por ellos me consagro yo» [Jn 17,11.18].
«Cuando dice consagro debe entenderse en el sentido de «me dedico a Dios» y «me ofrezco como hostia inmaculada en olor de suavidad».
La Cruz gloriosa –I. El Señor quiso la Cruz
por José María Iraburu sacerdote
Después de considerar los males del mundo y la universalidad de la Providencia divina, venimos al tema principal. ¿Quiso Dios realmente la muerte de Jesús o
ésta debe ser atribuida a la cobardía de Pilatos, a la ceguera del
Sanedrín y del pueblo judío? La fe católica da una respuesta cierta:
—Dios quiso que Cristo muriese en la Cruz.
Ofreciendo en ella el sacrificio de su vida, el Hijo divino encarnado
expía los pecados de la humanidad y la reconcilia con Dios, dándole la
filiación divina. En la carta apostólica Salvifici doloris (11-II-1984) enseña el beato Juan Pablo II que «muchos discursos durante la predicación pública de Cristo atestiguan cómo Él acepta ya desde el inicio este sufrimiento, que es la voluntad del Padre para la salvación del mundo» (18).
Las Escrituras antiguas y nuevas«dicen»
clara y frecuentemente que Jesús se acerca a la Cruz «para que se
cumplan» en todo las Escrituras, es decir, los planes eternos de Dios
(Lc 24,25-27; 45-46). Desde el principio mismo de la Iglesia confiesa
Simón Pedro esta fe predicando a los judíos: Cristo «fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios»(Hch
2,23); «vosotros pedisteis la muerte para el Autor de la vida… Y Dios
ha dado así cumplimiento a lo que había anunciado por boca de todos los
profetas, la pasión de su Cristo. Arrepentíos, pues, y convertíos»
(3,15-19).
La Liturgia antigua y la actual de la Iglesia «dice» con frecuencia que quiso Dios la cruz redentora de Jesús.
Solo dos ejemplos: «Dios todopoderoso y eterno, tú quisiste que nuestro
Salvador se hiciese hombre y muriese en la cruz, para mostrar al género
humano el ejemplo de una vida sumisa a tu voluntad» (Or. colecta Dom. Ramos). «Oh Dios, que para librarnos del poder del enemigo, quisiste que tu Hijo muriera en la cruz» (Or. colecta Miérc. Santo).
La Tradición católica de los Padres, del Magisterio y de los grandes maestros espirituales «dice» una y otra vez que Dios quiso en su providencia el sacrificio redentor de Cristo en la Cruz. El Catecismo de Trento (1566, llamado de San Pío V o Catecismo Romano) enseña que «no fue casualidad que Cristo muriese en la Cruz, sino disposición de Dios.
El haber Cristo muerto en el madero de la Cruz, y no de otro modo, se
ha de atribuir al consejo y ordenación de Dios, “para que en el árbol de
la cruz, donde tuvo origen la muerte, de allí resurgiera la vida” (Pref. Cruz)». Y según eso exhorta:
—Cristo quiso morir por nosotros en la Cruz. Como dice Juan Pablo II en la Salvifici doloris, «Cristo va hacia su pasión y muerte con toda la conciencia de la misión que
ha de realizar de este modo… Por eso reprende severamente a Pedro,
cuando éste quiere hacerle abandonar los pensamientos [divinos] sobre el
sufrimiento y sobre la muerte de cruz (Mt 16,23)… Cristo se encamina
hacia su propio sufrimiento, consciente de su fuerza salvífica. Va
obediente al Padre, pero ante todo está unido al Padre en el amor con el
cual Él ha amado al mundo y al hombre en el mundo» (16). «El Siervo doliente se carga con aquellos sufrimientos de un modo completamente voluntario (cf.Is 53,7-9)» (18; cf. Catecismo, 609).
Jesús es siempre consciente de su vocación martirial,
de la que su ciencia humana tiene un conocimiento progresivo, pero
siempre cierto. Por eso anuncia a sus discípulos que en este mundo van a
ser perseguidos como Él va a serlo. Y cuando les enseña que también
ellos han de «dar su vida por perdida», si de verdad quieren ganarla (Lc
9,23), lo hace porque quiere que su misma actitud martirial constante sea la de todos los suyos: «yo os he dado el ejemplo, para que vosotros hagáis también como yo he hecho» (Jn 13,15).
Desde el comienzo de su vida públicada Jesús muestras evidentes de que se sabe «hombre muerto», condenado por las autoridades de Israel.
Todo lo que dice y hace muestra la libertad omnímoda propia de un
hombre que, sabiéndose condenado a la muerte, no tiene para qué proteger
su propia vida. La da por perdida desde el principio. Él sabe perfectamente que es el Cordero de Dios destinado al sacrificio redentorque va a traer la salvación del mundo. Por eso, al
predicar la verdad del Evangelio, no tiene miedo alguno al enfrentarse
duramente con los tres estamentos de Israel más poderosos, los que
pueden decidir su proscripción social y su muerte. En efecto, como bien sabemos, se enfrenta con la clase sacerdotal, se enfrenta con los maestros de la Ley, escribas, fariseos y saduceos, y se enfrenta con los ricos,
notables y poderosos. Y ciertamente no choca contra estos poderes
mundanos hasta poner su vida en grave peligro por un vano espíritu de
contradicción, que sería despreciable e injustificable. En absoluto.
Jesús arriesga su vida hasta el extremo de perderla porque ama a los
hombres pecadores, porque sabe que solo predicándoles la verdad pueden
ser liberados de la cautividad del Padre de la Mentira, y porque quiere
salvarlos en el sacrificio expiatorio de la Cruz, cumpliendo el plan
salvífico de Dios, muchas veces anunciado en la Biblia.
La sagrada Escritura, ciertamente, nos «dice» que Jesús quiso morir por nosotros en la Cruz.
Cristo «sabía todo lo que iba sucederle» (Jn 18,4), anunció su Pasión
con todo detalle en varias ocasiones, y hubiera podido evitarla. Pero
no, Él quiso que se cumplieran en su muerte todas las predicciones de la
Escritura (Lc 24,25-27). Por eso, nadie le quita la vida: es Él quien
la entrega libremente, para volverla a tomar (Jn 10,17-18). Él, en la
última Cena, «entrega» su cuerpo y «derrama» su sangre para la salvación
del mundo.
La liturgia,
que diariamente confiesa y celebra la fe de la Iglesia, «dice» una y
otra vez lo mismo que la sagrada Escritura. Nuestro Señor Jesucristo,
«cuando iba a ser entregado a su Pasión, voluntariamente aceptada» (Pleg. eucarística II),
«con la inmolación de su cuerpo en la cruz, dio pleno cumplimiento a lo
que anunciaban los sacrificios de la antigua alianza, y ofreciéndose a
sí mismo por nuestra salvación, quiso ser al mismo tiempo sacerdote,
víctima y altar» (Pref. V Pascua).
Los Padres y el Magisterio apostólico «dicen» lo mismo. Concretamente, con ocasión de los gravísimos errores de los protestantes sobre el misterio de la Cruz, el Catecismo de Trento enseña que «Cristo murió porque quiso morir por nuestro amor. Cristo
Señor murió en aquel mismo tiempo que él dispuso morir, y recibió la
muerte no tanto por fuerza ajena, cuanto por su misma voluntad. De
suerte que no solamente dispuso Él su muerte, sino también el lugar y
tiempo en que había de morir» (cita aquí Jn 10,17-18 y Lc 13,32-33). «Y
así nada hizo él contra su voluntad o forzado, sino que Él mismo se ofreció voluntariamente,
y saliendo al encuentro a sus enemigos, dijo: “Yo soy”, y padeció
voluntariamente todas aquellas penas con que tan injusta y cruelmente le
atormentaron». Y fijémonos en las siguientes palabras de este gran
Catecismo.
—Si
así «dicen» la Escritura y el Magisterio, los Padres y la Liturgia
¿cuál será el atrevimiento insensato de quienes «contra-dicen» una
Palabra de Dios tan clara?… Cristo quiso la Cruz porque ésta era la eterna voluntad salvífica de Dios providente. Y los
cristianos católicos están familiarizados desde niños con estas
realidades de la fe y con los modos bíblicos y tradicionales de
expresarlas –voluntad de Dios, plan de la Providencia divina,
obediencia de Cristo, sacrificio, expiación, ofrenda y entrega de su
propia vida, etc.–, y no les producen, obviamente, ninguna confusión,
ningún rechazo, sino solamente amor al Señor, gratitud total, devoción y
estímulo espiritual. Ellos han respirado siempre el espíritu de la
Madre Iglesia. Y ella les ha enseñado no solo a hablar de los misterios de la fe, sino también a entenderlos rectamente
a la luz de una Tradición luminosa y viviente. Por eso para los fieles
que «permanecen atentos a la enseñanza de los apóstoles» (Hch 2,42), las
limitaciones inevitables del lenguaje humano religioso jamás podrán
inducirles a error.
Por
tanto, aquellos exegetas y teólogos que niegan en Cristo el
preconocimiento de la Cruz y explican principalmente su muerte como el
resultado de unas libertades y decisiones humanas, sin afirmar al mismo
tiempo que ellas realizan sin saberlo la Providencia eterna, ocultan la epifanía plena del amor divino, que en Belén y en el Calvario «manifestó (epefane) la bondad y el amor de Dios hacia los hombres» (Tit 3,4).
El lenguaje de la fe católica debe ser siempre fiel al lenguaje de la sagrada Escritura.Quiso Dios que Cristo nos redimiera mediante la muerte en la Cruz. Quiso Cristo entregar
su cuerpo y su sangre en la Cruz, como Cordero sacrificado, para quitar
el pecado del mundo. Ésta es una verdad formalmente revelada en muchos
textos de la Escritura. Cristo entendió su sacrificio final expiatorio
como «inherente a la misión que tenía que realizar en el mundo». Ningún
teólogo puede negarlo sin contrariar la Escritura sagrada. Y si los
apóstoles afirman una y otra vez que«Dios envió a su Hijo, como víctima expiatoria de
nuestros pecados» (1Jn 4,10), ningún teólogo, por altos y numerosos que
sean sus títulos académicos, debe atreverse a afirmar que «Dios no
envía su Hijo a la muerte, no la quiere, y menos la exige».
El teólogo pervierte su propia misión si contra-dice lo que la Palabra divina dice.
No puede preferir sus modos personales de expresar el misterio de la fe
a los modos elegidos por el mismo Dios en la Escritura y en la
Tradición eclesial. No puede suscitar en los fieles alergias pésimas
contra el lenguaje empleado por Dios en la Revelación de sus misterios,
que es el lenguaje constante de la Tradición teológica y popular. Es
evidente que Dios, para expresar realidades sobre-naturales, emplea el
lenguaje natural-humano, y que necesariamente usará de
antropo-morfismos. Pero en la misma necesidad ineludible se verá el
teólogo. También su lenguaje se verá afectado de antropo-morfismos, pues
emplea una lengua humana. La diferencia, bien decisiva, está en que el
lenguaje de la Revelación, asistido siempre por el Espíritu Santo en la
Escritura, en la Tradición y en el Magisterio apostólico, jamás induce a
error, sino que lleva a la verdad completa. Mientras que un lenguaje
contra-dictorio al de la Revelación, arbitrariamente producido por los
teólogos, lleva necesariamente a graves errores.
El deterioro intelectual y verbal de la teología siembra en el pueblo cristiano la confusión y a veces la apostasía. Ya traté en un artículo del Lenguaje católico oscuro y débil(24).
Allí dije que «la reforma hoy más urgente en la Iglesia es la
recuperación del pensamiento y del lenguaje que son propios del
Catolicismo». Tanto en los niveles altos teológicos, como en la
predicación y la catequesis, ese deterioro doctrinal hoy se produce
1º– cuando falla la fe en las sagradas Escrituras,
es decir, si ésta queda prácticamente a merced del libre examen,
mediante una interpretación histórico-crítica desvinculada de la
Tradición y el Magisterio (76-79). Entonces la fe católica ya no es apostólica,
es decir, no se fundamenta en la roca de Cristo y de los Apóstoles, que
dieron testimonio verdadero de «lo que habían visto y oído». Más bien
se apoya en el testimonio, bastante posterior, de las primeras
comunidades cristianas.
2º– cuando se pierde la calidad del pensamiento y del lenguaje religioso (44-60). La teología católica, ratio fide illustrata,
desde sus comienzos, se ha caracterizado no solo por la luminosidad de
la fe en ella profesada, sino también por la claridad y precisión de la
razón que la expresa. Sin un buen lenguaje y una buena filosofía,
no hay modo de elaborar una teología verdadera. Los errores y los
equívocos serán inevitables. Por lo demás, un pensamiento oscuro no
puede expresarse en una palabra clara. Ni puede, ni quiere.
3º–
cuando se desprecian las palabras y los conceptos que la Iglesia ha
elaborado en su tradición, bajo la acción del Espíritu de la verdad (Jn
16,13), y se crean, por el contrario, alergias en el pueblo cristiano
hacia esos modos de pensamiento y expresión. Pío XII, en la encíclica Humani generis (12-VIII-1950),
denuncia a quienes pretenden «liberar el dogma mismo de la manera de
hablar ya tradicional en la Iglesia» (9). Estas tendencias «no solo
conducen al relativismo dogmático, sino que ya de hecho lo contienen,
pues el desprecio de la doctrina tradicional y de su terminología
favorecen demasiado a ese relativismo y lo fomentan» (10). Por todo ello
es «de suma imprudencia abandonar o rechazar o privar de su valor
tantas y tan importantes nociones y expresiones» que, bajo la guía del
Espíritu Santo, se han formulado «para expresar las verdades de la fe
cada vez con mayor exactitud, sustituyéndolas con nociones hipotéticas o
expresiones fluctuantes y vagas de la nueva filosofía» (11). Reforma o apostasía.
Quiso Dios, quiso Cristo salvar a la humanidad pecadora por la sangre de su Cruz. Ésta es Palabra de Dios, como hemos visto. Pero podemos preguntarnos: ¿por qué quiso Dios en su providencia disponer la salvación del mundo por un medio tan sangriento y doloroso? Es la clásica cuestión teológica, Cur Christus tam doluit? La
fe católica, como lo veremos, Dios mediante, en el próximo artículo,
fundamentándose en la Revelación, da una respuesta verdadera y cierta a
esa pregunta misteriosa.
José María Iraburu, sacerdote
La Cruz gloriosa –II. Por qué Dios quiso la Cruz
por José María Iraburu sacerdote
El Señor quiso salvar al mundo por la cruz de Cristo (137). ¿Pero
por qué quiso Dios elegir en su providencia ese plan de salvación, al
parecer tan cruel y absurdo, prefiriéndolo a otros modos posibles? Es un gran mysterium fidei, pero la misma Revelación da a la Iglesia en las sagradas Escrituras respuestas luminosas a esta cuestión máxima.
1.–Para revelar el Amor divino. La Trinidad divina quiso la Cruz porque en ella expresa a la humanidad la declaración más plena de su amor. «Dios es caridad… Y a Dios nunca lo vio nadie» (1Jn 4,8.12). La primera declaración de Su amor la realiza en la creación,
y sobre todo en la creación del hombre. Pero oscurecida la mente de
éste por el pecado, esa revelación natural no basta. Se amplía, pues, en
laAntigua Alianza de Israel. Y en la plenitud de los tiempos revela Dios su amor en la encarnación del Verbo, en toda la vida y el ministerio profético de Cristo, pero sobre todo en la cruz, donde el el Hijo divino encarnado «nos amó hasta el extremo» (Jn 13,1). Por eso quiso Dios la cruz de Cristo.
Si
la misión de Cristo es revelar a Dios, que es amor, «necesita» el Señor
llegar a la cruz para «consumar» la manifestación del amor divino.
Sin su muerte en la cruz, la revelación de ese amor no hubiera sido
suficiente, no hubiera conmovido el corazón de los pecadores. Si aun
habiendo expresado Dios su amor a los hombres por la suprema elocuencia del dolor de la cruz, hay sin embargo tantos que ni así se conmueven, ¿cómo hubieran podido creer en ese amor sin la Cruz?
En la pasión deslumbrante de Cristo se revela la caridad divina trinitaria en todas sus dimensiones. Las señalo brevemente.
–El amor de Cristo al Padre solo en la cruz alcanza su plena epifanía.
El mismo Jesús quiso en la última Cena que ésa fuera la interpretación
principal de su muerte: «es necesario que el mundo conozca que yo amo al
Padre y que obro [que le obedezco] como él me ha mandado» (Jn 14,31).
En la Biblia, amor y obediencia a Dios van siempre juntos, pues el amor
exige y produce la obediencia: «los que aman a Dios y cumplen sus
mandatos» (Ex 20,6; Dt 10,12-13). Y en la cruz nos enseña Jesús que Él obedece al Padre infinitamente, «hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2,8), porque le ama infinitamente.
Y al despedirse de sus discípulos en la Cena, se aplica a sí mismo lo
que las Escrituras dicen únicamente de Yahvé: «si me amáis, guardaréis
mis mandamientos» (Jn 14,15), y «si guardáis mis mandamientos,
permaneceréis en mi amor» (15,10).
–El amor que el Padre tiene por nosotros se declara totalmente en la cruz, pues «Dios acreditó (sinistesin, demostró,
probó, garantizó) su amor hacia nosotros en que, siendo todavía
pecadores [enemigos suyos], Cristo murió por nosotros» (Rm 5,8; cf. Ef
2,4-5). «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único» (Jn
3,16); lo entregó primero en Belén, por la encarnación, y acabó de
entregarlo en la Cena y en la Cruz: «mi cuerpo, que se entrega… mi
sangre, que se derrama». Éste es el amor que el Padre celestial nos
tiene, el que nos declara totalmente en la Pasión de su Unigénito.
–El amor que Cristo nos tiene a los hombres solo en la cruz se revela en su plenitud.
Cuando uno ama a alguien, da pruebas de ese amor comunicándole su
atención, su ayuda, su tiempo, su compañía, su dinero, su casa. Pero,
ciertamente, «no hay amor más grande que dar uno la vidapor
sus amigos» (Jn 15,13). Ésa es la revelación máxima del amor, la
entrega hasta la muerte. Pues bien, Cristo es el buen Pastor, que
entrega su vida por sus ovejas (10,11). «Él murió por el pueblo, para
reunir en uno a todos los hijos de Dios que estaban dispersos»
(11,51-52). Después de eso, ahora ya nadie, mirando a la cruz, podrá
dudar del amor de Cristo. Él ha entregado su vida en la cruz por
nosotros, pudiendo sin duda guardarla. Y cada uno de nosotros ha de
decir como Pablo: «el Hijo de Dios me amó y se entregó por mí» (Gál
2,20).
San
Agustín: «El Hijo unigénito murió por nosotros para no ser el único
hijo. No quiso ser único quien, único, murió por nosotros. El Hijo único
de Dios ha hecho muchos hijos de Dios. Compró a sus hermanos con su
sangre, quiso ser reprobado para acoger a los réprobos, vendido para
redimirnos, deshonrado para honrarnos, muerto para vivificarnos» (Sermón 171).
El P. Luis de la Palma, S. J. (1560-1641), en su Historia de la Sagrada Pasión,
contemplando a Jesús en Getsemaní, escribe: «Quiso el Salvador
participar como nosotros de los dolores del cuerpo y también de las
tristezas del alma porque cuanto más participase de nuestros males, más
partícipes nos haría de sus bienes. “Tomó tristeza, dice San Ambrosio,
para darme su alegría. Con mis pasos bajó a la muerte, para que con sus
pasos yo subiese a la vida”. Tomó el Señor nuestras enfermedades para
que nosotros nos curásemos de ellas; se castigó a sí mismo por nuestros
pecados, para que se nos perdonaran a nosotros. Curó nuestra soberbia
con sus humillaciones; nuestra gula, tomando hiel y vinagre; nuestra
sensualidad, con su dolor y tristeza».
Por otra parte, es en la cátedra de la Cruz santísima donde nuestro Maestro proclama plenamente los dos mandamientos principales del Evangelio,
simbolizados por el palo vertical, hacia Dios, y el horizontal, hacia
los hombres: «Miradme crucificado. “Yo os he dado ejemplo para que
vosotros hagáis también como yo he hecho” (Jn 13,15). Así tenéis que
amar a Dios y obedecerle, hasta dar la vida por cumplir su voluntad. Así
tenéis que amar a vuestros hermanos, hasta dar la vida por ellos».
–El amor que nosotros hemos de tener a Dios ha
de ser, según Él mismo nos enseña, «con todo tu corazón, con toda tu
alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente» (Lc 10,27; Dt 6,5).
Pero ¿cómo ha de entenderse y aplicarse un mandato tan inmenso? Sin la
cruz de Cristo nunca hubiéramos llegado a conocer plenamente hasta dónde
llega la exigencia formidable de este primer mandamiento:
–El amor que nosotros hemos de tener a los hombres tampoco
hubiera podido ser conocido del todo por nosotros sin el misterio de la
cruz. Nos dice Cristo: «habéis de amaros los unos a los otros como yo os he amado» (Jn
13,34). ¿Y cómo nos ha amado Cristo? Muriendo en la cruz para
salvarnos. «No hay un amor mayor que dar uno la vida por sus amigos»
(15,14). Por tanto, el sentido profundo del mandamiento segundo es muy
claro: Cristo «dio su vida por nosotros, y nosotros debemos dar nuestra
vida por nuestros hermanos» (1Jn 3,16).
2.–Para expiar por el pecado del mundo. Jesucristo
es «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» mediante el
sacrificio pascual de la Nueva Alianza, sellada en su sangre. Esta
grandiosa verdad, en las palabras del Bautista (Jn 1,29), queda revelada
desde el inicio mismo de la vida pública de Jesús. Por eso aquellos que
al hablar de la Pasión de Cristo niegan o hablan con reticencias de
«sacrificio, víctima, expiación, redención, satisfacción», merecen la
denuncia que hace el Apóstol a los filipenses: «ya os advertí con
frecuencia, y ahora os lo repito con lágrimas: hay muchos que se portan como enemigos de la cruz de Cristo»
(Flp 3,18). Si no quieren perderse y perder a muchos, abran sus mentes a
la Revelación divina, tal como ella se expresa en la Escritura y en el
Magisterio apostólico.
El Catecismo de la Iglesia,
en efecto, nos enseña que «desde el primer instante de la Encarnación
el Hijo acepta el designio divino de salvación en su misión redentora»
(606). «Este deseo de aceptar el designio de amor redentor de su Padre
anima toda la vida de Jesús, porque su Pasión redentora es la razón de ser de su Encarnación» (607).
Juan Pablo II, en la Salvifici doloris,
confirma la fe de la Iglesia en el misterio de la cruz de Cristo. «El
Padre “cargó sobre él la iniquidad de todos nosotros” (Is 53,6), según
aquello que dirá San Pablo: “a quien no conoció el pecado, le hizo
pecado por nosotros” (2Cor 5,21)… Puede decirse también que se ha
cumplido la Escritura, que han sido definitivamente hechas realidad las
palabras del Poema del Siervo doliente: “quiso Yavé quebrantarlo con
padecimientos” (Is 53,10). El sufimiento humano ha alcanzado su culmen
en la pasión de Cristo» (18)….
Benedicto XVI, igualmente, en la exhortación apostólica Sacramentum caritatis (22-II-2007), confiesa la fe de la Iglesia, afirmando que en la Cruz «el pecado del hombre ha sido expiado por el Hijo de Dios de una vez por todas (cf.
Hb 7,27; 1Jn 2,2; 4,10)… En la institución de la Eucaristía, Jesús
mismo habló de la “nueva y eterna alianza” establecida en su sangre
derramada… En efecto, “éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado
del mundo”», como lo repetimos cada día en la Misa. «Jesús es el
verdadero cordero pascual que se ha ofrecido espontáneamente a sí mismo
en sacrificio por nosotros, realizando así la nueva y eterna alianza»
(9)… «Al instituir el sacramento de la Eucaristía, Jesús anticipa e
implica el Sacrificio de la cruz y la victoria de la resurrección. Al
mismo tiempo, se revela como el verdadero cordero inmolado, previsto en el designio del Padre desde la creación del mundo, como se lee en la primera Carta de San Pedro (1Pe 1,18-20)» (10).
Y esta expiación que Cristo ofrece por nuestros pecados es sobreabundante. Muchos se han preguntado: ¿por
qué ese exceso de tormentos ignominiosos en la Pasión de Cristo? ¿No
hubiera bastado «una sola gota de sangre» del Hijo divino encarnado para
expiar por nuestros pecados? Eso es indudable. Santo Tomás, cuando
considera cómo Cristo sufrió toda clase de penalidades corporales y
espirituales en la Pasión, expresa finalmente la convicción de la
Tradición católica: «en cuanto a la suficiencia, una minima passio de
Cristo hubiera bastado para redimir al género humano de todos sus
pecados; pero en cuanto a la conveniencia, lo suficiente fue que
padeciera omnia genera passionum (todo género de penalidades)» (STh III,46,5 ad3m; cf. 6 ad3m).
Por tanto, si
Cristo sufrió mucho más de lo que era preciso en estricta justicia para
expiar por nuestros pecados, es porque, previendo nuestra miserable
colaboración a la obra de la redención, quiso redimirnos
sobreabundantemente, por exigencia de su amor compasivo. En efecto,
el buen Pastor no solamente quiso «dar su vida» para salvar a su
rebaño, sino que quiso darle «vida y vida en abundancia» (Jn 10,10-11).
3.–Para revelar todas las virtudes.
La Pasión del Señor es la revelación máxima de la caridad divina, y
también al mismo tiempo de todas las virtudes cristianas. Santo Tomás de
Aquino, en una de su Conferencias, al preguntarse ¿por qué Cristo hubo de sufrir tanto? cur Christus tam doluit?, enseña que la muerte de Cristo en la cruz es la enseñanza total del Evangelio.
4.–Para revelar la verdad a los hombres. En
efecto, bien sabe Dios que el hombre, cautivo del Padre de la Mentira,
cae por el engaño en el pecado, y que solamente podrá ser liberado de la
mentira y del pecado si recibe la luz de la verdad. Y por eso nos envía a Cristo, el Salvador, «paradar testimonio de la verdad» (Jn 18,37), para «santificarnos en la verdad» (17,17), para darse a nosotros como «camino, verdad y vida» (14,6).
Por eso, si
el testimonio de la verdad es la clave de la salvación del mundo, es
preciso que Cristo dé ese testimonio con la máxima fuerza persuasiva,
sellando con su sangre la veracidad de lo que enseña. No hay manera
más fide-digna de afirmar la verdad. Aquél que para confirmar la
veracidad de su testimonio acerca de una verdad o de un hecho está
dispuesto a perder su trabajo, sus bienes, su casa, su salud, su
prestigio, su familia, es indudablemente un testigofidedigno de esa verdad. Pero nadie es tan creíble como aquél que llega a entregar su vida a la muerte para afirmar la verdad que enseña.
Pues bien, Cristo en la cruz es «el Testigo (mártir) fidedigno y veraz» (Apoc 1,5; 3,14). Por eso lo matan, por decir la verdad.
No mataron a Jesús tanto por lo que hizo, sino por lo que dijo: «soy
anterior a Abraham», «el Padre y yo somos una sola cosa», «nadie llega
al Padre si no es por mí», «el Hijo del hombre tiene poder para perdonar
los pecados», «vosotros tenéis por padre al diablo», «ni entráis en el
Reino ni dejáis entrar a otros», etc. Cristo es crucificado por dartestimonio de la verdad de Dios en medio de un mundo sujeto al Padre de la Mentira (Jn 8,43-59). Y en consecuencia nos enseña Jesús en su Cruz que la
salvación del mundo está en la verdad, y que sus discípulos no podremos
cumplir nuestra vocación de testígos de la verdad, si no es perdiendo
la propia vida. El que la guarda en este mundo cuidadosamente, la
pierde: deja de ser cristiano. Para que conociéramos esta verdad, que
para nosotros es tan necesaria y tan difícil de asimilar, quiso Dios
disponer en su providencia la Cruz de nuestro Señor Jesucristo.
5.–Para revelar el horror del pecado y del infierno. ¿Cómo es posible que Dios providente decida salvar al mundo por la muerte sacrificial de Cristo en la cruz? Quiso
Dios que el horror indecible del pecado se pusiera de manifiesto en la
muerte terrible de su Hijo, el Santo de Dios, el Inocente. «El
pecado del mundo» exige la muerte del Justo y la consigue, y en esta
muerte espantosa manifiesta a los hombres todo el horror de sus culpas.
Si piensan los hombres que sus pecados son cosa trivial, actos
perfectamente contingentes, que no pueden tener mayor importancia en
esta vida y que, por supuesto, no van a producir una repercusión de
castigo eterno, seguirán pecando. Solo mirando la Cruz de Cristo
conocerán lo que es el pecado y lo que puede ser su castigo eterno en el
infierno. En la muerte ignominiosa del Inocente, conocerán el horror
del pecado, y por la muerte del Salvador podrán salvarse del pecado, del
demonio y de la muerte eterna.
La cruz de Cristo revela a los pecadores la posibilidad real del infierno.
Ellos persisten en sus pecados porque no acaban de creer en la terrible
posibilidad de ser eternamente condenados. La encarnación del Hijo de
Dios y su muerte en la cruz demuestra a los pecadores la gravedad de sus
pecados, el amor que Dios les tiene y el horror indecible a que se
exponen en el infierno si persisten en su rechazo de Dios.
Pero al mismo tiempo, solo
mirando la Cruz pueden conocer los pecadores hasta dónde llega el amor
que Dios les tiene, el valor inmenso que tienen sus vidas ante el Amor
divino. Allí, mirando al Crucificado, verán que el precio de su
salvación no es el oro o la plata, sino la sangre de Cristo, humana por
su naturaleza, divina por su Persona (1Pe 1,18; 1Cor 6,20).
6.–Para revelar a los hombres que solo por la cruz pueden salvarse. Sabiendo el Hijo de Dios que «su Pasión redentora es la razón de ser de su Encarnación» (Catecismo 607), y que precisamente en la Cruz es donde va a consumar su obra salvadora, enseñaba abiertamente «a todos: el que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga.
Porque el que quiere salvar su vida, la perderá, y quien perdiere su
vida por mi causa, la salvará» (Lc 9,23-24). Enseña, pues, que si «es
necesario que el Mesías padeciera esto y entrase en su gloria» (Lc
24,26), también es necesario a los hombres pecadores tomar la cruz,
morir en ella al hombre carnal y pecador, para así alcanzar la vida
eterna.
De este modo Cristo se abraza a la Cruz para que el hombre también se abrace a ella,
llegado el momento, y no la tema, no la rechace, sino que la reciba
como medio necesario para llegar a la vida eterna. Él toma primero la
amarga medicina que nosotros necesitamos beber para nuestra salvación.
Él nos enseña la necesidad de la Cruz no solo de palabra, sino de obra.
Se comprende, pues, que Cristo
no hubiera podido enseñar a sus discípulos el valor y la necesidad
absoluta de la Cruz, si Él no hubiera experimentado la Cruz, evitándola
por el ejercicio de sus especiales poderes. Es evidente que quien
calmaba tempestades, daba vista a ciegos de nacimiento o resucitaba
muertos, podría haber evitado la Cruz. Pero la aceptó, porque sabía que
nosotros la necesitábamos absolutamente para renacer a la vida nueva.
Era necesario que el Salvador padeciera la cruz, para que participando
nosotros en ella, alcanzáramos por su Resurrección, la santidad, la vida
de la gracia sobrenatural. Por eso, desde el primer momento de la
Iglesia, los cristianos se entendieron a sí mismos como discípulos del Crucificado.
Quiere
el Señor morir en la Cruz y resucitar al tercer día, porque sabe que
nosotros necesitamos morir en la cruz al hombre carnal y renacer al
hombre espiritual. Quiere ser para nosotros en el Misterio Pascual causa ejemplar de esa muerte y de ese renacimiento que necesitamos, y ser al mismo tiempo para nosotros causa eficiente de gracia que nos haga posible esa muerte-vida.Muriendo Él, nos hace posible morir a nosotros mismos, y resucitando Él,
nos concede renacer día a día para la vida eterna. La Iglesia, desde el
principio, entiende así esta condición continuamentecrucificada y pascual de la vida en Cristo.
José María Iraburu, sacerdote
La Cruz gloriosa –III. La Cruz en los cristianos. 1
, por José María Iraburu
Todos los errores de hoy sobre la cruz de Cristo los encontramos iguales al considerar la cruz en los cristianos.
Quienes piensan que Dios no quiso la cruz de Cristo, ni la eligió en un
plan eterno providente, anunciado por los profetas, ni exigió la
expiación victimal de Jesucristo para la salvación del mundo, etc.,
incurren en los mismos errores contra la fe católica al tratar de la
cruz en los cristianos. Estos errores hacen mucho daño en los fieles a
la hora de aceptar la voluntad de la Providencia divina en
circunstancias muy dolorosas, y paralizan en buena medida ese ministerio
de consolación que es propio de todos los cristianos (2Cor 1,3-5),
especialmente de los sacerdotes, párrocos, capellanes de hospitales,
etc.
No
me detendré a describirlos, pues mientras que la verdad es una, los
errores, graves o leves, de una u otra tendencia, son innumerables. Y
solo pondré un ejemplo, tomado del libro de Pere Franquesa El sufrimiento (Barcelona, 200, 699 págs.).
La verdadera teología y espiritualidad del sufrimiento, a la luz de la fe católica,
ilumina con la Revelación divina el gran misterio del dolor humano. No
hablaré de «faquires», ni de tendencias masoquistas hacia el dolor –una
vez más hallamos el terrorismo verbal en
la difusión de los errores–, sino que intentaré exponer sencillamente
la fe católica sobre la participación de los cristianos en la cruz de
Cristo.
La vocación y misión de los cristianos es exactamente la vocación y misión de Cristo, pues somos su Cuerpo y participamos en todo de la vida de nuestra Cabeza. Si como dice elCatecismo (607),
en Jesús «su Pasión redentora es la razón de ser de su Encarnación»,
habrá que afirmar lo mismo de los cristianos: somos nosotros corderos en
el Cordero de Dios que fue enviado para quitar el pecado del mundo. Somos en Cristo sacerdotes y víctimas,
pues participamos del sacerdocio de la Nueva Alianza, en el que
sacerdote y víctima se identifican. «Para esto fuisteis llamados, ya que
también Cristo padeció por vosotros, y él os dejó ejemplo para que
sigáis sus pasos» (1Pe 2,21; cf. Jn 13,15). Nacemos, pues, a la vida cristiana yapredestinados a «completar en nuestra carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo en favor de su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24).
El Misterio Pascual une absolutamente muerte y resurrección en Cristo, y es la causa de la salvación del mundo. Ya la misma Cruz es gloria de Cristo: alzado
de la tierra, atrae a todos hacia sí (Jn 12,32); de su costado abierto
por la lanza mana sangre y agua, los sacramentos de la Iglesia, y así
nace la nueva Eva; al morir, «entrega su espíritu» (Mt27,50), y lo
entrega no solo porque «expira», sino porque comunica a la Iglesia el
Espíritu Santo, el que nos hace hijos de Dios. «Entregado por nuestros
pecados, fue resucitado para nuestra justificación» (Rm 4,25).
En
esta misma clave pascual se desarrolla toda la vida cristiana:
participando en la Cruz de Cristo, participamos en su Resurrección
gloriosa. No hay otro modo posible. No hay escuela de
espiritualidad que sea católica y que no se fundamente en este Misterio
Pascual: cruz en Cristo y resurrección en Cristo. Sin tomar la cruz
sobre nosotros, la misma cruz de Cristo,
es decir, sin perder la propia vida, no podemos seguir al Salvador, no
podemos ser cristianos (Lc 9,23-24). Sin despojarnos del hombre viejo
(en virtud de la Pasión de Cristo), no podemos revestirnos del hombre
nuevo (en gracia de su resurrección) (Ef 4,22-24). En cambio, alcanzamos
por gracia la maravilla de esa vida nueva sobrehumana, divina,
celestial, tomando la cruz y matando en ella al hombre viejo, carnal y
adámico. Todas éstas son enseñanzas directas del mismo Cristo y de los
Apóstoles.
–San Pablo,
que no presume de ciencia alguna, sino de conocer «a Jesucristo, y a
éste crucificado» (1Cor 2,2), es el Apóstol que más desarrolla «la
doctrina de la cruz de Cristo» (1,18), sabiduría de Dios, locura de
Dios, escándalo para los judíos, absurdo para los gentiles, fuerza y
sabiduría de los cristianos (1,20-25).
–San Agustín, con todos los Padres antiguos, comenzando por San Ignacio de Antioquía, tambiénexplica la vida cristiana como participación continua en la muerte y la resurrección de Cristo, nuestra Cabeza. Esto significa que las cruces nuestras son verdaderamente Cruz de Cristo,
son como astillas del madero de la cruz, y participan de todo su mérito
y fuerza santificante en favor de nosotros y del mundo entero.
–La Liturgia nos enseña diariamente que vivimos siempre de la virtualidad santificante de la cruz y de la resurrección de Jesús, el cual, «muriendo, destruyó nuestra muerte; y resucitando, restauró la vida» (Pref. I de Pascua). En
Cristo y con Él tenemos por misión propia «ofrecer nuestros cuerpos
como hostia viva, santa y grata a Dios» (Rm 12,1). Gran misterio. En
Cristo y como Él, los cristianos somos sacerdotes y víctimas ofrecidas para la salvación de la humanidad.
Y esta vocación victimal, propia de todos los cristianos, se da
especialmente en sacerdotes y religiosos (un San Pío de Pietrelcina),
así como también en cristianos laicos especialmente elegidos por Dios
como víctimas (una Marta Robin).
–Juan Pablo II,
en medio de un mundo descristianizado, que se avergüenza de la Cruz, de
la cruz de Cristo y de los cristianos, que ridiculiza la genuina
espiritualidad católica de la Cruz, calificándola de dolorista, que niega el valor redentor del sufrimiento, reafirma con toda la Tradición católica en su carta apostólica Salvifici doloris (11-II-1984), que «el
Evangelio del sufrimiento significa… la revelación del valor salvífico
del sufrimiento en la misión mesiánica de Cristo y después en la misión y
vocación de la Iglesia» (25).
Con el favor de Dios, seguiremos considerando a la luz de la fe católica el misterio de la Cruz en los cristianos.
José María Iraburu, sacerdote
La Cruz gloriosa –IV. La Cruz en los cristianos. y 2
por José María Iraburu
Toda la vida cristiana es una continua participación en la Cruz y en la Resurrección de nuestro Señor Jesucristo. Cada instante de vida sobrenatural cristiana es pascual:
está causado por el Espíritu Santo, que por la gracia nos hace
participar en la muerte y en la vida del Misterio pascual de Cristo. Sin
tomar la cruz, no podemos seguir a Cristo, no podemos ser cristianos.
Sin participar de su Pasión, no podemos ser vivificados por su
Resurrección. Merece la pena que consideremos esta realidad central de
la espiritualidad cristiana en –el Bautismo, –la Eucaristía, –la
Penitencia, –el bien que hacemos, –el mal que sufrimos, y también en
–las penitencias voluntariamente asumidas por mortificación. Así es como
participamos de la Cruz vivificante de nuestro Señor Jesucristo.
–En el Bautismo, uniéndonos
sacramentalmente a la Cruz de Cristo, morimos al pecado original, y en
virtud de su Resurrección, nacemos a una vida nueva. Así lo entendió la Iglesia desde el principio.
–En la Eucaristía hallamos los cristianos la participación más cierta, más plena y santificante en la Cruz de Cristo. Es
en la Santa Misa donde nuestras cruces personales, uniéndose a la cruz
del Salvador, reciben toda su fuerza santificante y expiatoria. Es en la
Eucaristía donde Cristo, por la fuerza de su Cruz, nos fortalece para que debilitemos y matemos al hombre viejo y carnal; y por la fuerza de su Resurrección,
nos da nuevos impulsos de gracia que acrecientan al hombre nuevo y
espiritual. Es en la Eucaristía donde, así como en el pan y el vino se
convierten en el Cuerpo y la Sangre de Jesús, también nosotros nos vamos
transfigurando en Cristo progresivamente. Con toda razón, pues, enseña
la Iglesia que la Eucaristía es «fuente y cumbre de toda la vida
cristiana» (LG 11a).
–En la Penitencia sacramental, cada vez que el pecado disminuye nuestra vida de gracia o nos la quita, de nuevo la Cruz y la Resurrección del Salvador nos hacen posible morir al pecado y renacer a la vida. Una oración del Ritual de la penitencia lo expresa así:
–En todo el bien que hacemos participamos de la cruz de Cristo, porque sin tomarla, no podríamos seguirle y vivir su vida (Lc 9,29). El cristiano toma cada días la cruz en todos los bienes que hace, y esto es así por una razón muy sencilla. En
cada uno de nosotros coexisten el hombre carnal y el hombre espiritual,
que tienen deseos contrarios, tendencias absolutamente inconciliables: «la
tendencia de la carne es muerte, pero la del espíritu es vida y paz… Si
vivís según la carne, moriréis; mas si con el espíritu mortificáis las obras de la carne, viviréis» (Rm 8,4-13).
Por tanto, en
cada obra buena, meritoria de vida eterna, en cada instante de vida de
gracia, es la Cruz de Jesús la que nos permite morir a la inclinación de
la carne, y es su Resurrección la que nos mueve eficazmente a la obra
buena y santa. Cruz y Resurrección son inseparables en Cristo y en nuestra vida. Sin
cruz, sin muerte, no hay acceso a la vida en Cristo; es imposible. Pero
también es imposible que la participación en la cruz no cause en
nosotros vida y resurrección. Podemos comprobar esta verdad grandiosa en
algunos ejemplos.
Sin amor a la cruz es imposible discernir la voluntad de Dios.
Sin amor a la cruz es imposible conocer la propia vocación; es
imposible concretamente que haya vocaciones a dejarlo todo y seguir a
Cristo, sirviéndole en los hermanos. Sin amor a la Cruz es imposible que
una joven de hoy vista decentemente. Es imposible vivir el Evangelio de
la pobreza. Es imposible librarse de las tentaciones continuas del
consumismo y de la lujuria. Es inevitable que confundamos nuestra
voluntad con la de Dios, aunque ésta sea muy distinta. Es
la cruz el árbol que da frutos más abundantes y dulces. Es la cruz la
llave que nos abre la puerta a un vida nueva en Cristo Resucitado, a una vida maravillosa, que excede con mucho a todos nuestros sueños.
Por tanto, siempre que pecamos rechazamos la Cruz de Cristo,
y no dejamos que ella mortifique al hombre viejo y carnal, haciendo
posible la obra buena. Siempre que pecamos despreciamos la Sangre de
Cristo, hacemos estéril en nosotros su Pasión, nos avergonzamos del
Crucificado, lo rechazamos. Por eso exhorta el Apóstol:
–En todo el mal que padecemos participamos de la Cruz de Cristo, con toda su virtualidad santificante y expiatoria… Y esto se cumple diariamente a través de las innumerables penas que sufrimos en
este valle de lágrimas, penas corporales, espirituales, psicológicas,
de convivencia, de trabajo, sin culpa, con culpa, pasajeras, crónicas,
ocultas, espectaculares, enormes, triviales…Todas ellas han
de servirnos, gracias a la Cruz de Cristo, para expiación de nuestros
pecados y para crecimiento en la gracia y en el premio de la vida
eterna.
Por eso es importantísimo que aceptemos todas y cada una de nuestras cruces libre, amorosa, esperanzadamente. Que en modo alguno vivamos nuestras cruces como algo malo, negativo, inútil, estéril, frustrante. Si veneramos la Cruz de Cristo, veneremos también nuestras cruces,
pues son penas que la Providencia divina dispone en nuestras vidas para
«completar la Pasión de Cristo» (Col 1,24) y para nuestra
santificación.
En todo mal que padecemos, éstas son las verdades principales que nos ayudan a aceptar las cruces.
1. Queremos colaborar con Cristo en la salvación del mundo,
completando en nuestro cuerpo lo que falta a su Pasión por su Cuerpo,
que es la Iglesia (Col 1,24). Queremos «ayudarle a Cristo a llevar la
cruz», aunque en realidad es Él quien nos conforta para que podamos
llevar la nuestra.
2. Reconocemos en todos los sucesos de cada día, gratos o dolorosos, la voluntad de Dios, y queremos hacerla nuestra. Ya estudiamos este tema (135-136).
En cada momento de nuestra vida queremos hacer la voluntad de Dios
providente, y no la nuestra propia. Cuando la voluntad divina nos es
penosa, no dudamos en tomar la cruz, convencidos de que «todas las cosas
colaboran al bien de los que aman a Dios» (Rm 8,28). Estamos seguros de
que, como dice Santo Tomás, «todo está sometido a la Providencia, no
solamente en general, sino en particular, hasta el menor detalle» (STh I, 22,2). En todo vemos la mano de Dios, y la besamos con amor.
3. Nuestras cruces son Cruz de Cristo, y por eso las aceptamos incondicionalmente.
Si nosotros somos su Cuerpo, nuestras cruces son cruces suyas, y por
tanto son cruces santas, santificantes y venerables. En el artículo
anterior cité a San Agustín: Cristo y nosotros «estamos unidos en una
sola carne y en unos mismos sufrimientos». Y cité también a Juan Pablo
II: estamos llamados «a participar en ese sufrimiento [de Cristo]
mediante el cual se ha llevado a cabo la redención… Todo hombre, en su
sufrimiento puede hacerse partícipe del sufrimiento redentor de Cristo» (Salvifici doloris 19).
4. Las cruces que sufrimos tienen un inmenso valor santificante y expiatorio para
nosotros y para toda la comunión de los santos, y por eso las aceptamos
de toda voluntad. De tal modo los santos conocían el valor santificante
de las cruces, que no las temían, sino que las deseaban y pedían,
estimándolas como lo más precioso de sus vidas –sujetándose al pedirlas,
por supuesto, a lo que la Providencia divina dispusiera–. He de volver
en otro artículo más ampliamente sobre este tema, haciendo antología de
los escritos de los santos. Pero adelanto aquí algunos textos:
5. Recordemos bien que nuestras culpas son siempre mucho mayores que las penas que nos oprimen,
y eso nos ayudará mucho a la hora de aceptar las cruces personales. El
Señor «no nos trata como merecen nuestros pecados, ni nos paga según
nuestras culpas» (Sal 102,10). Y por otra parte, “los sufrimientos de
ahora no son nada en comparación con la gloria que un día ha de
manifestarse en nosotros” (Rm 8,18).¿Habrá algún cristiano que niegue
estas verdades?
Algunos consejos para asegurar la aceptación diaria de las cruces.
1. De ningún modo experimentemos nuestras cruces como si fueran algo puramente negativo,
como si no tuvieran valor alguno, como si nada bueno pudiera salir de
ellas, como si no nos las mereciésemos, quejosos ante Dios y ante los
hombres: «qué asco, qué rabia, qué miserable situación». Una cosa es
que sintamos dolor por nuestras penas, y otra muy distinta es que con-sintamos en
nuestra tristeza, autorizándonos a estar tristes y alegando que tenemos
causas sobradas para ello. Tengamos en esto mucho cuidado, pues «la
tristeza según el mundo produce la muerte» (2Cor 7,10). En cambio, la alegría cristiana ha de ser permanente, en la prosperidad y en la adversidad: «alegráos, alegráos siempre en el Señor» (Flp 4,4).
2. Es muy importante que localicemos en nuestra vida personal las cruces que experimentamos como «negatividades» (–), para positivizar cada una de ellas (+), integrándolas en la Cruz misma de Cristo. Después
de todo el signo de la cruz es el signo «más», el signo positivo por
excelencia.Hemos de revisar, pues, atentamente cuáles son nuestras penas
más habituales para, reconociendo en ellas la Cruz del Señor, la que
nos salva, hacerlas realmente «nuestras» por la aceptación de la voluntad de Dios providente. De otro modo, las penas que rechazamos con amargura y protesta no son nuestras propiamente, sino que las padecemos como puede padecer su dolor un perro apaleado o enfermo.
3. Hay penas «limpias» –sin culpa propia o ajena que las cause– y penas «sucias» –causadas por culpa propia o ajena–. Sin duda alguna, son las penas sucias las que más nos cuesta llevar con aceptación y paciencia. Pues bien, todas las penas,
limpias o sucias, han de ser positivizadas, con la gracia de Dios, por
la conformidad con la Providencia divina. Todas. Y advirtamos desde el
principio que la Cruz de Cristo fue ciertamente una pena sucia,
la más sucia posible, toda ella hecha de pecado: traición de Judas,
abandono de los discípulos, ceguera del Sanedrín, cobardía de Pilatos… Y
en ella se realizó la obra de la redención.
Ejemplos de cruces limpias.
Ejemplos de cruces sucias.
La aceptación de las cruces, positivizando sus negatividades, no impiden ni dificultan en modo alguno que se procure el remedio de sus causas –si es que tienen remedio y si es que está de Dios que sean superadas–, sino que de suyo facilitan el remedio grandemente.
Si la hermana del primer ejemplo no se amarga, ni se queja, sino que
mantiene toda su bondad y su paz hacia su hermana perezosa, sintiendo
por ella no rabia, sino amor compasivo, hay muchas más probabilidades de
que ésta finalmente se corrija y asuma sus deberes. Si el enfermo
mantiene su buen ánimo, aumentan sin duda sus posibilidades de curación o
de alivio. La aceptación de la cruz nunca disminuye la capacidad de remediar en lo posible los males que la causan, sino queacrecienta muchísimo la fuerza espiritual para enfrentarlos y superarlos, en cuanto ello sea posible.
«Los enemigos de la cruz de Cristo» (Flp 3,18), inspirados por el Padre de la Mentira, argumentan que el amor a la cruz solo vale para debilitar el esfuerzo que debe hacerse para superar los distintos males,
la enfermedad, la injusticia social, etc. Pero eso es mentira. La cruz
es infinitamente positiva. Es abnegación del egoísmo, es «entrega de la
propia vida» por amor a los demás. Es paciencia y fortaleza en las
situaciones más duras. Es la perseverancia en el buen empeño, aunque no
se reciba por él ninguna gratificación sensible. Ésa es la cruz.
Falsificaciones de la cruz puede haber muchas y distintas. Pero ésa es
la verdadera cruz de Cristo en los cristianos. Por tanto, si algunos
males se derivaran de la cruz, no será de su verdad, sino de su
falsificación.
Cualquier
feligrés de santa vida cristiana que, ante un análisis clínico
alarmante, 1) declara «que sea lo que Dios quiera», 2) cumplirá luego
con buen ánimo todo lo que los médicos le indiquen para recuperar la
salud. Y el cristiano ilustrado que entre lo uno 1) y lo otro 2) ve
solamente una «contradicción necesaria» bien puede ser calificado de cristiano esquizofrénico,
pues disocia morbosamente lo que está unido. Una vez más, los sabios y
eruditos no entienden lo que comprenden perfectamente los pequeños y
sencillos (Lc 10,21).
–En las mortificaciones y penitencias voluntarias participamos también de la Cruz de Cristo, colaborando con Él en nuestra salvación y en la del mundo. (Nota bene.–Llega
a mis oídos el rechinar de dientes de «los enemigos de la cruz de
Cristo». Oigo sus insultos tremendos. Y esto me hace seguir escribiendo
con mayor entusiasmo, confirmado en la necesidad de decir la verdad
católica sobre las penitencias voluntarias). Es un tema muy amplio, y me
limitaré a citar algunas enseñanzas de Pablo VI en su maravillosa
constitución apostólica Poenitemini (17-II-1966).
En fin, los cristianos participamos y hacemos nuestra la gloriosa Cruz de Cristo en
–el Bautismo, –la Eucaristía, –la Penitencia sacramental, –todo el bien
que hacemos, –todo mal que padecemos y –en las penitencias
voluntariamente procuradas.
Bendigamos
a nuestro Señor Jesucristo que, enseñándonos el camino sagrado de la
Cruz, nos hace posible seguirlo, ser discípulos suyos y colaborar en la
obra de la Redención del mundo.
José María Iraburu, sacerdoteLa Cruz gloriosa –V. La devoción cristiana a la Cruz. por José María Iraburu sacerdote
Es una gracia de Dios muy grande entender y vivir que toda la vida cristiana es una participación continua en el pasión y la resurrección de Cristo,
como ya vimos (140), y que todo lo que integra esa vuda –el bautismo,
la penitencia, la eucaristía, la penitencia, el hacer el bien y el
padecer el mal–, todo forma una unidad armoniosa, en la que unas partes y
otras se integran y potencian mutuamente, teniendo siempre al centro,
como fuente y plenitud, la pasión y resurrección de Cristo (Vat. II: SC 5-6). Y sin embargo…
–Hoy son muchos los cristianos que en uno u otro grado se han hecho «enemigos de la Cruz de Cristo» (Flp 3,18), de la cruz de Cristo y de la cruz de los cristianos, que es la misma.
–En nuestro tiempo hay una alergia morbosa al sufrimiento. Los mismos psiquiatras y psicólogos, como F. J. J. Buytendijk, estiman que se trata de unmal de siêcle de la humanidad actual:
–En teología se dicen muchas ambigüedades y errores sobre la Cruz,
como ya lo vimos citando textos de varios autores (136-137): Dios no
quiso la muerte de Cristo, no exigió Dios el sacrificio de la Cruz para
expiar por el pecado del mundo, la pasión no era parte integrante de la
misión de Jesús, ni el cumplimiento de un plan providencial eterno,
Cristo murió porque lo mataron los poderosos de su tiempo, hemos de
tener cuidado con «el peligro dolorista de la devoción al Crucifijo»
(sic), etc. Hasta llegar, en el extremo de ese camino de errores, a la
blasfemia suprema: «La cruz no nos salva», «¡Maldita cruz!»
–Muchos cristianos rechazan su condición de sacerdotes-víctimas en Cristo. Consideran un mérito del Vaticano II insistir en la antigua verdad del sacerdocio común de los fieles (1Pe
2,5; Apoc 1,6), pero aplican esa condición únicamente a ciertas
participaciones exteriores en la liturgia. No aceptan en cambio su
vocación a participar en su vida de la Cruz de Cristo, siendo con Él
sacerdotes y víctimas expiatorias.
–Tampoco aceptan que los cristianos hayamos de practicar la penitencia libremente procurada. Más bien estiman, como Lutero, que esa pretensión dolorista de
«completar» la Pasión de Cristo es una desviación del cristianismo
genuino. Así lo reconoce Pablo VI cuando dice: «no podemos menos de
confesar que esa ley [de la penitencia] no nos encuentra bien dispuestos
ni simpatizantes, ya sea porque la penitencia es por naturaleza molesta,
pues consitutye un castigo, algo que nos hace inclinar la cabeza,
nuestro ánimo, y aflige nuestras fuerzas, ya sea porque en general falta la persuasión» de su necesidad y eficacia espiritual.
–Pero el cristianismo sin Cruz es una enorme falsificación del Evangelio: es falso, triste e infecundo. Por el contrario, los cristianos light piensan que el cristianismo con cruz, el verdadero, es duro, carente de misericordia, arcaico, completamente superado, y por tanto falso.
El cristianismo sin Cruz es una miserable falsificación del Cristianismo. No
hay en él conversiones, ni martirios, ni hijos, ni vocaciones, ni
misiones, ni perseverancia vocacional en el matrimonio, el sacerdocio,
la vida religiosa. No hay fuerza de amor para la generosidad y entrega
en formas extremas, no hay impulso para obras grandes… Todo se hace en
formas cuidadosamente medidas y tasadas, oportunistas y moderadas, sin el impulso de amor del Crucificado, que es locura y escándalo. Al cristianismo sin cruz le sucede lo que le ocurriría a un hombre si le quitáramos el esqueleto,
alegando que ese montón de huesos es feo y triste: queda entonces
privado el cuerpo de toda belleza, fuerza y armonía, reducido a un saco
informe de grasa inmóvil.
–La gloria suprema de la Cruz resplandece a lo largo de toda la vida de la Iglesia. Estemos ciertos de que es la Cruz de Cristo lo más atractivo y convincente del Evangelio.
Continuamente estamos verificando en la acción apostólica la profecía
de Cristo: cuando sea alzado en la Cruz, «atraeré a todos hacia mí» (Jn
12,32). La Cruz es la epifanía deslumbrante del amor de Dios uno y
trino.
En el Nuevo Testamento miro
solamente en San Pablo el amor a la Cruz. A los griegos, tan amantes de
la ciencia, de la elocuencia y la cultura, les dice sinceramente: «yo,
hermanos, llegué a anunciaros el testimonio de Dios no con sublimidad de
elocuencia o de sabiduría, pues nunca entre vosotros me precié de saber
cosas alguna, sino a Jesucristo, y éste Crucificado» (1Cor 2,1-2).
La Liturgia de la Iglesia honra
la Cruz en formas extremas. Manda, concretamente, que esté bien visible
en el altar de la Santa Misa y que sea incensada en las celebraciones
solemnes. Ordena que presida todos los actos litúrgicos, también las
procesiones. Canta en sus celebraciones con alegría la gloria de la
Cruz, considerándola como la obra más perfecta del amor de Dios
Salvador. La Liturgia educa siempre a los fieles en esta contemplación
amorosa de la Cruz, en la que reconoce la victoria de Cristo sobre el
pecado y la muerte, sobre el mundo y el diablo. Ve en ella la causa
permanente de todas nuestras victorias:In hoc signo vinces, y canta su elogio en preciosos himnos, especialmente en Viernes Santo o en La exaltación de la Santa Cruz (14 septiembre): Salve, crux sancta, salve mundi gloria; Signum crucis mirabile...
La
fuerza santificante de la devoción a la Cruz y a la Pasión de Cristo
viene enseñada por la Iglesia en muchas de las fiestas litúrgicas de los
Santos de todas las épocas:
La tradición de
la Iglesia católica ha cultivado siempre la devoción al crucificado, en
Oriente y Occidente, en la antigüedad y en la Edad Media, en el
renacimiento, en el barroco y en los últimos siglos. Por eso la devoción
a la Cruz es una de las más profundas de la espiritualidad popular, y
está muy presente en todas las escuelas de espiritualidad. Traigo aquí
algunos ejemplos.
–La devoción a la Cruz ha sido siempre una de las más arraigadas en el pueblo cristiano.Quiere
el Señor y quiere la Iglesia que la Cruz se alce en los campanarios,
presida la liturgia, aparezca alzada en los cruces de los caminos,
cuelgue del cuello de los cristianos, presida los dormitorios, las
escuelas, las salas de reunión, sea pectoral de los obispos y de
personas consagradas, se trace siempre en los ritos litúrgicos de
bendición y de exorcismo. Que la Cruz sea besada por los niños, por los
enfermos, por los moribundos, por todos, siempre y en todo lugar, y que
sea honrada en Cofradías dedicadas a su devoción. Que cientos de
peregrinos, portando cruces, acudan a un Santuario. Que una y otra vez
sea trazada la cruz de la frente al pecho y de un hombro al otro. Que la
devoción a la Cruz sea reconocida, como siempre lo ha sido, la más
santa y santificante.
Veneremos la Cruz de Cristo en nuestras vidas, lo mismo que veneramos su Cruz en el Calvario o en la Liturgia (140). «Ave Crux, spes unica»… Es
un contrasentido que veneremos «la cruz de Cristo», la de hace veinte
siglos en el Calvario, y que no le vemos ninguna gracia a «la cruz de
Cristo en nosotros» mismos, en nuestros hermanos, en la Iglesia: la que
Cristo está viviendo hoy en nosotros.
Veneremos la imagen de la Cruz, el Crucifijo. En
las iglesias antiguas suele haber un Crucifijo grande en un muro
lateral, con un reclinatorio delante: santa y santificante tradición.
Pedir a Dios y esforzarse en conseguir una devoción incluso sensible
hacia el crucifijo, hacia el signo de la cruz: rezar ante la cruz, etc.
Recemos, según la tradición, «por la señal de la Santa Cruz,
de nuestros enemigos líbranos, Señor Dios nuestro. En el nombre del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén». Buen comienzo para la
oración. «Te adoramos, Cristo, y te bendecimos, pues por tu santa Cruz
redimiste al mundo». Practiquemos la venerable devoción del Via Crucis, como también Las oraciones a las siete llagas, compuestas por Santa Brígida. Y otras devociones semejantes.
Leamos y meditemos muchas veces la Pasión del Señor, dando primacía a la de San Juan, el único cronista de la Cruz que fue testigo presencial. Vayamos apropiándonos de
todos los sufrimientos que vemos en el Crucificado y que reconocemos en
nosotros mismos: dolores físicos, espirituales, afectivos, en cabeza y
pecho, manos y pies, insultos, desprecios, abandonos, agotamientos,
calumnias, injusticias, situaciones sin salida, burlas y ridículos,
imposibilidad de acción –manos y pies clavados–, etc.
Prediquemos a «Jesucristo, y a éste crucificado» (1Cor
2,2). Ésa fue la norma de los Apóstoles, protagonistas de la más
grandiosa evangelización de la historia de la Iglesia. Y es que la
predicación más fuerte y persuasiva, la más fecunda en conversiones, la
más atractiva y fascinante, es aquella que está más centrada en la Cruz
de Cristo. Ilustro esta afirmación con un precioso ejemplo:
–La
evangelización de América hispana –rápida, profunda, extensa, precoz en
santos, de efectos duraderos hasta hoy– se hizo «predicando a Cristo
Crucificado», y comenzando siempre por «plantar la Cruz». Así, en torno a la Cruz, nacieron los pueblos critianos que hoy forman la mitad de lo que es la Iglesia Católica. Ésa
fue la norma común de la acción misionera en franciscanos, dominicos,
agustinos, jesuitas, etc. Alzar la Cruz y construir en torno a ella fue
práctica de todos al establecer pueblos misionales, como también lo
hacían los jesuitas en lasReducciones. Comprobamos esta norma incluso en la misma acción de los cristianos laicos.
–Hernán Cortés (1485-1547),
según el testimonio de los primeros cronistas franciscanos, favoreció
mucho la evangelización de México. Ésta es también la opinión de autores
modernos, como el franciscano Fidel de Lejarza o el jesuita Constantino
Bayle. Y se distinguía por su devoción a la Cruz. El Padre Motolinía
(fray Toribio de Benavente, 1490-1569), del primer grupo de misioneros
franciscanos, en 1555, escribía acerca de él al emperador Carlos I:
–Los primeros misioneros de México, igualmente, alzaron el signo de la Cruz en
toda la Nueva España: en lo alto de los montes, en las ruinas de los
templos paganos, en las plazas y en las encrucijadas de caminos, en
iglesias, retablos y hogares cristianos, en el centro de los grandes
atrios de los indios… Así se puede comprobar hoy mismo, a pesar de haber
sufrido México gobiernos anticristianos durante tanto tiempo. Siempre y
en todo lugar, desde el principio, los cristianos mexicanos han
venerado la Cruz como signo máximo de Cristo, y sus artesanos, según las
distintas regiones, han sabido adornar las cruces en cien formas
diversas, a cual más bella.
–P. Antonio Roa (1491-1563),
agustino, nacido en la villa burgalesa de Roa, fue en México un gran
misionero evangelizador, y conocemos su historia admirable por la Crónica de la Orden de N. P. S. Agustín en las provincias de la Nueva España (1624), del padre Juan de Grijalva. El P. Roa era extraordinariamente penitente, representaba en
sí mismo ante los fieles la Pasión de Cristo, y tenía en la Cruz su
arma misionera principal. En una ocasión, estando entre los indios de
Sierra Alta, hubo de sufrir una terrible hostilidad de ellos contra el
Evangelio. Aullaban y bramaban solo de oirlo, dando muestras de estar
muy sujetos al Padre de la mentira.
–El P. Antonio Margil de Jesús (1657-1726),
franciscano nacido en Valencia, hubo de realizar en México su misión
evangelizadora en zonas a las que no había llegado la primera
evangelización fulgurante, a veces muy cerradas al Evangelio, sufriendo
con frecuencia gravísimos peligros y necesidades. En mi libro Hechos de los apóstoles de América (Fund. GRATIS DATE, 2003, 3ª ed., 239-256), refiero en un capítulo su vida, ateniéndome al libro de Eduardo Enrique Ríos, Fray Margil de Jesús, Apóstol de América (IUS, México 1959). Transcribo de mi libro:
Bueno sería que ante las grandes exigencias de la Nueva Evangelización, tan necesaria, tuviéramos bien presente el ejemplo de los Apóstoles, que «predicaban a Cristo y a Cristo crucificado» y el ejemplo de tantos misioneros santos de la historia de la Iglesia, que centraron igualmente en la Cruz la acción evangelizadora.
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