ESCRITOS SOBRE LA CRUZ PARTE 3


La Cruz gloriosa . La devoción a la cruz.

José María Iraburu, sacerdote








–¡Oh cruz fiel, árbol único en nobleza!
–Jamás el bosque dio mejor tributo en hoja, en flor y en fruto.
El coro de la Tradición cristiana, a lo largo de los siglos, continúa cantando con muchas voces diferentes un mismo canto de gloria, gratitud y alabanza a la Cruz de Cristo.
San Gregorio Nacianceno (+390)
Amigo de San Basilio y monje como él, fue obispo de Constantinopla, llamado «El Teólogo».
«Vamos a participar en la Pascua… Sacrifiquemos no jóvenes terneros ni cor­deros con cuernos y uñas, más muertos que vivos y desprovistos de inteligencia, sino más bien ofrezcamos a Dios un sacrificio de ala­banza sobre el altar del cielo, unidos a los coros celestiales…
«Inmolémonos nosotros mismos a Dios, ofrezcámosle todos los días nuestro ser con todas nuestras acciones. Estemos dispuestos a todo por causa del Verbo; imitemos su Pasión con nuestros padecimientos, honremos su sangre con nuestra sangre, subamos decididamente a su cruz.
«Si eres Simón Cireneo, toma tu cruz y sigue a Cristo. Si estás crucificado con él como un ladrón, confía en tu Dios como el buen ladrón. Si por ti y por tus pecados Cristo fue tratado como un malhechor, lo fue para que tú llegaras a ser justo. Adora al que por ti fue crucificado, e, incluso si tú estás crucificado por tu culpa, saca provecho de tu mismo pecado y compra con la muerte tu salvación. Entra en el paraíso con Jesús y descubre de qué bienes te habías privado. Contempla la hermosura de aquel lugar y deja que fuera muera el murmurador con sus blasfemias.
«Si eres José de Arimatea, reclama su cuerpo a quien lo crucificó y haz tuya la expiación del mundo. Si eres Nicodemo, el que de noche adoraba a Dios, ven a enterrar el cuerpo y úngelo con ungüentos. Si eres una de las dos Marías, o Salomé, o Juana, llora desde el amanecer; procura ser el primero en ver la piedra quitada y verás quizá a los ángeles o incluso al mismo Jesús».
(Sermón 45, 23-24: MG 36, 654-655: leer más > LH sábado V Cuaresma).
San Juan Crisóstomo (+407)
Nacido en Antioquía, monje, gran predicador, obispo de Constantinopla, Doctor de la Iglesia, es desterrado por combatir los errores y los pecados de su pueblo, especialmente de la Corte imperial, y muere en el exilio.
«¿Quieres saber el valor de la sangre de Cris­to? Remontémonos a las figuras que la pro­fetizaron y recorramos las antiguas Escrituras. «Inmolad, dice Moisés, un cordero de un año; tomad su sangre y rociad las dos jambas y el dintel de la casa» [Ex 12,5.7]. ¿Qué dices, Moisés? La sangre de un cordero irracional ¿puede salvar a los hombres dotados de razón? «Sin duda, responde Moisés: no porque se trate de sangre, sino porque en esta sangre se contiene una profecía de la sangre del Señor»…
«¿Deseas descubrir aún por otro medio el valor de esta sangre? Mira de dónde brotó y cuál sea su fuente. Empezó a brotar de la misma cruz y su fuente fue el costado del Se­ñor. Pues muerto ya el Señor, dice el Evan­gelio, «uno de los soldados se acercó con la lanza, y le traspasó el costado, y al punto salió agua y sangre» [Jn 19,34]: agua, como símbolo del bau­tismo; sangre, como figura de la eucaristía… Con estos dos sa­cramentos se edifica la Iglesia: con el agua de la regeneración y con la renovación del Es­píritu Santo, es decir, con el bautismo y la eucaristía, que han brotado ambos del costado. Del costado de Jesús se formó, pues, la Iglesia, como del costado de Adán fue formada Eva».
(Catequesis 3,13-19: SC 50, 174-177: leer más > LH Viernes Santo).
San Gaudencio de Brescia (+410)
De este santo Obispo de Brescia se conservan 21 sermones, varios de ellos, preciosos, sobre la Pascua sagrada de nuestro Señor Jesucristo.
«El sacrificio celeste instituido por Cristo constituye efectivamente la rica herencia del Nuevo Testamento que el Señor nos dejó, como prenda de su presencia, la noche en que iba a ser entregado para morir en la cruz… Este es el viático de nuestro viaje, con el que nos alimentamos y nutrimos durante el ca­mino de esta vida, hasta que saliendo de este mundo lleguemos a él…
«Quiso, en efecto, que sus beneficios quedaran entre nosotros, quiso que las almas, redimidas por su preciosa sangre, fueran santificadas por este sacramento, imagen de su pasión; y encomendó por ello a sus fieles discípulos, a los que constituyó primeros sacerdotes de su Iglesia, que siguieran celebrando ininterrum­pidamente estos misterios de vida eterna; misterios que han de celebrar todos los sacer­dotes en cada una de las iglesias de todo el orbe, hasta el glorioso retorno de Cristo. De este modo los sacerdotes, junto con toda la comunidad de creyentes, contemplando todos los díasel sacramento de la pasión de Cristo, llevándolo en sus manos, tomándolo en la boca, recibiéndolo en el pecho, mantendrán imborrable el recuerdo de la redención.
«Los que acabáis de libraros [por el bautismo] del poder de Egipto y del Faraón, que es el diablo, compar­tid en nuestra compañía, con toda la avidez de vuestro corazón creyente, este sacrificio de la Pascua salvadora; para que el mismo Señor nuestro, Jesucristo, al que reconocemos presente en sus sacramentos, nos santifique en lo más íntimo de nuestro ser: cuyo poder inestimable permanece por los siglos».
(Tratado 2: leer más > LH jueves II Pascua).
San Agustín (+430)
Norteafricano de Tagaste, durante treinta y cuatro años obispo de Hipona, gran Doctor de la Iglesia. Su teológica y mística elocuencia se eleva en la contemplación del sacrificio eucarístico de Cristo, del que predica muchas veces en sus escritos y homilías.
–«¡Oh, cómo nos amaste, Padre bueno, que «no perdonaste a tu Hijo único, sino que lo entregaste por nosotros», que éramos impíos [Rm 8,32]!… Por noso­tros se hizo ante ti vencedor y víctima: vencedor, precisa­mente por ser víctima. Por nosotros se hizo ante ti sacer­dote y sacrificio:sacerdote, precisamente del sacrificio que fue él mismo. Siendo tu Hijo, se hizo nuestro servidor, y nos transformó, para ti, de esclavos en hijos.
«Con razón tengo puesta en él la firme esperanza de que sanarás todas mis dolencias por medio de él, que está «sentado a tu diestra y que intercede por nosotros» [Rm 8,34]de otro modo desesperaría… Aterrado por mis pecados y por el peso enorme de mis miserias, había decidido huir a la soledad; mas tú me lo prohibiste y me tranquilizaste, diciendo: «Cristo murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para el que murió por ellos» [cf. Rm 14,7-9]. He aquí, Señor, que ya arrojo en ti mi cuidado… Tú conoces mi ignorancia y mi flaqueza: enséña­me y sáname. Tu Hijo único, «en quien están encerrados todos los tesoros del saber y del conocer» [Col 2,3]me redimió con su sangre»
(Confesiones 10,32,68-70: CSEL 33, 278-280: leer más > LH Viernes XVI T. Ordinario).
–«La pasión de nuestro Señor y Salvador Jesucristo es una prenda de gloria y una enseñanza de paciencia. Pues, ¿qué dejará de esperar de la gracia de Dios el corazón de los fieles, si por ellos, el Hijo único de Dios, coeterno con el Padre, no se contentó con nacer como un hombre entre los hombres, sino que quiso incluso morir por mano de aquellos hombres que él mismo había creado?… ¿Quién dudará que a los santos pueda dejar de darles su vida, si él mismo entregó su muerte a los impíos?… Lo que ya se ha realizado es mucho más increíble: Dios ha muerto por los hombres.
«Porque ¿quién es Cristo, sino aquel de quien dice la Escritura: «en el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios? Esta Palabra de Dios se hizo carne y acampó entre noso­tros» [Jn 1,1]. El no poseería lo que era necesario para morir por nosotros si no hubiera tomado de nosotros una carne mortal. Así el inmortal pudo morir. Así pudo dar su vida a los morta­les: y hará que más tarde tengan parte en su vida aquellos de cuya condición él primero se había hecho participe. Pues nosotros, por nuestra naturaleza, no teníamos posibilidad de vivir, ni él por la suya, posibilidad de morir. Él hizo, pues, con nosotros este admirable intercambio, tomó de nuestra naturaleza la condición mortal y nos dio de la suya la posi­bilidad de vivir.
«Por tanto, no sólo no debemos avergonzar­nos de la muerte de nuestro Dios y Señor, sino que hemos de confiar en ella con todas nues­tras fuerzas y gloriarnos en ella por encima de todo: pues al tomar de nosotros la muerte, que en nosotros encontró, nos prometió con toda su fidelidad que nos daría en sí mismo la vida que nosotros no podemos llegar a poseer por nosotros mismos. Y si aquel que no tiene pecado nos amó hasta tal punto que por nosotros, pecadores, sufrió lo que habían merecido nuestros pecados, ¿cómo después de habernos justificado, dejará de darnos lo que es justo? Él, que promete con verdad, ¿cómo no va a darnos los premios de los santos, si soportó, sin cometer iniquidad, el castigo que los inicuos le infligieron?
«Confesemos, por tanto, intrépidamente, her­manos, y declaremos bien a las claras que Cristo fue crucificado por nosotros: y hagá­moslo no con miedo, sino con júbilo, no con vergüenza, sino con orgullo… «Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo» [Gal 6,14]»
(Sermón Güelferbitano 3: MLS 2, 545-546: leer más > LH Lunes Santo).
«Verdadero sacrificio es toda obra que se hace con el fin de unirnos a Dios en santa sociedad, es decir, toda obra relacionada con aquel supremo bien, mediante el cual llegamos a la verdadera felicidad. Por ello, incluso la misma misericordia que nos mueve a socorrer al hermano, si no se hace por Dios, no puede llamarse sacrificio. Por­que, aun siendo el hombre quien hace o quien ofrece el Sacrificio éste, sin embargo, es una acción divina, como nos lo indica la misma palabra con la cual llamaban los antiguos latinos a esta acción. Por ello, puede afirmarse que incluso el hombre es verdadero sacrificio cuando está consagrado a Dios por el bautismo y está dedicado al Se­ñor, ya que entonces muere al mundo y vive para Dios…
«Si, pues, las obras de misericordia para con nosotros mismos o para con el prójimo, cuando están referidas a Dios, son verdadero sacrificio, y, por otra parte, solo son obras de misericordia aquellas que se hacen con el fin de librarnos de nuestra miseria y hacernos felices –cosa que no se obtiene sino por medio de aquel bien, del cual se ha dicho: «para mí lo bueno es estar junto a Dios» [Sal 72,28]–, resul­ta claro que toda la ciudad redimida, es decir, la asamblea de los santos, debe ser ofrecida a Dios como un sacrificio universal por mediación de aquel gran sacerdote que se entregó a sí mismo por nosotros, toman­do la condición de esclavo, para que nosotros llegáramos ser cuerpo de tan sublime cabeza. Ofreció esta forma esclavo y bajo ella se entregó a sí mismo, porque sólo según ella pudo ser mediador, sacerdote y sacrificio.
«Por esto, nos exhorta el Apóstol a que «ofrezcamos nues­tros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios; éste es vuestro culto razonable», y a que «no nos confor­memos con este siglo, sino que nos reformemos en la novedad de nuestro espíritu» [Rm 12,1-2]… Éste es el sacrificio de los cristianos: la reunión de mu­chos, que formamos un solo cuerpo en Cristo. Este mis­terio es celebrado por la Iglesia en el sacramen­to del altar, donde se de muestra que la Iglesia, en la misma oblación que hace, se ofrece a sí misma.
(Ciudad de Dios 10,6: CCL 47, 278-279: leer más > LH Viernes XXVIII T. Ordinario).
«Jesucristo, salvador del cuerpo, y los miembros de este cuerpo forman como un solo hombre, del cual él es la cabeza, nosotros los miembros; uno y otros estamos unidos en una sola carne, una sola voz, unos mismos sufrimientos; y, cuando haya pasado el tiempo de iniquidad, estaremos también unidos en un solo descanso. Así, pues, la pasión de Cristo no se limita únicamente a Cristo… Porque …si [los sufrimientos] solo le perteneciesen a él, solo a la cabeza, ¿con qué razón dice el apóstol Pablo: «así completo en mi carne los dolores de Cristo» [Col 1,24]?…
«Lo que sufres es solo lo que te correspondía como contribución de sufrimien­to a la totalidad de la pasión de Cristo, que padeció como cabeza nuestra y sufre en sus miembros, es decir, en nosotros mismos. Cada uno de nosotros aportando a esta especie de contribución común lo que debemos de acuerdo a las fuerzas que poseemos, contribuimos con una especie de canon de sufrimientos».
(Comentarios sobre los salmos 61, 4: CCL 39, 773-775: leer más > LH 12 mayo).
San Cirilo de Alejandría (+444)
Monje, obispo de Alejandría, gran defensor de la fe católica, especialmente contra los nestorianos. Presidió el concilio de Éfeso (431, ecuménico IIIº), donde se profesó la fe en la Santísima Virgen María como «theotokos», Madre de Dios. Es Doctor de la Iglesia.
«Por todos muero, dice el Señor, para vivi­ficarlos a todos y redimir con mi carne la carne de todos. En mi muerte morirá la muerte y conmigo resucitará la naturaleza humana de la postración en que había caído. Con esta finalidad me he hecho semejante a vosotros y he querido nacer de la descen­dencia de Abrahán para asemejarme en todo a mis hermanos…
«Si Cristo no se hubiera entregado por noso­tros a la muerte, él solo por la redención de todos, nunca hubiera podido ser destituido el que tenía el dominio de la muerte [el diablo], ni hubiera sido posible destruir la muerte, pues él es el único que está por encima de todos. Por ello se aplica a Cristo aquello que se dice en el libro de los salmos, donde Cristo aparece ofreciéndose por nosotros a Dios Padre: «tú no quieres sacrificios ni ofrendas, y en cambio me abriste el oído; no pides sacrificio expiatorio, entonces yo dije: aquí estoy» [Sal 39,7-8; Heb 10,5-7].
«Cristo fue, pues, crucificado por todos noso­tros, para que habiendo muerto uno por todos, todos tengamos vida en él. Era, en efecto, imposible que la vida muriera o fuera some­tida a la corrupción natural. Que Cristo ofre­ciese su carne por la vida del mundo es algo que deducimos de sus mismas palabras: «Pa­dre santo, dijo, guárdalos». Y luego añade: «Por ellos me consagro yo» [Jn 17,11.18].
«Cuando dice consagro debe entenderse en el sentido de «me dedico a Dios» y «me ofrezco como hostia inmaculada en olor de suavidad».

 La Cruz gloriosa –I. El Señor quiso la Cruz

por José María Iraburu sacerdote



–Te adoramos, Cristo, y te bendecimos.
–Pues por tu santa cruz redimiste al mundo.
Después de considerar los males del mundo y la universalidad de la Providencia divina, venimos al tema principal. ¿Quiso Dios realmente la muerte de Jesús o ésta debe ser atribuida a la cobardía de Pilatos, a la ceguera del Sanedrín y del pueblo judío? La fe católica da una respuesta cierta:
—Dios quiso que Cristo muriese en la Cruz. Ofreciendo en ella el sacrificio de su vida, el Hijo divino encarnado expía los pecados de la humanidad y la reconcilia con Dios, dándole la filiación divina. En la carta apostólica Salvifici doloris (11-II-1984) enseña el beato Juan Pablo II que «muchos discursos durante la predicación pública de Cristo atestiguan cómo Él acepta ya desde el inicio este sufrimiento, que es la voluntad del Padre para la salvación del mundo» (18).
Las Escrituras antiguas y nuevas«dicen» clara y frecuentemente que Jesús se acerca a la Cruz «para que se cumplan» en todo las Escrituras, es decir, los planes eternos de Dios (Lc 24,25-27; 45-46). Desde el principio mismo de la Iglesia confiesa Simón Pedro esta fe predicando a los judíos: Cristo «fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios»(Hch 2,23); «vosotros pedisteis la muerte para el Autor de la vida… Y Dios ha dado así cumplimiento a lo que había anunciado por boca de todos los profetas, la pasión de su Cristo. Arrepentíos, pues, y convertíos» (3,15-19).

El hecho de que la Providencia divina quiera permitir tal crimen no elimina en forma alguna ni la libertad ni la culpabilidad de quienes entregan a la muerte al Autor de la vida, y por eso es necesario el arrepentimiento. Y continúa enseñando Pedro: «hemos sido rescatados con la sangre preciosa de Cristo, cordero sin defecto ni mancha, ya previsto antes de la creación del mundo, pero manifestado [ahora] al final de los tiempos» (1Pe 1,18-19). «Herodes y Poncio Pilato se aliaron contra tu santo siervo, Jesús, tu Ungido; y realizaron el plan que tu autoridad había de antemano determinado»(Hch 4,27-28).
Es la misma fe confesada por San Pablo: «Los habitantes de Jerusalén y sus autoridades no reconocieron a Jesús, ni entendieron las profecías que se leen los sábados, pero las cumplieron al condenarlo… Y cuando cumplieron todo lo que estaba escrito de él, lo bajaron del madero y lo enterraron. Pero Dios lo resucitó de entre los muertos» (Hch 13,27-30). Así el Hijo fiel, el nuevo Adán obediente, realiza «el plan eterno» que Dios, «conforme a su beneplácito, se propuso realizar en Cristo, en la plenitud de los tiempos» (Ef 1,9-11; 3,8-11; Col 1,26-28). Por eso Cristo fue «obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz» (Flp 2,8). Obediente, por supuesto, a lo que «quiso» la voluntad del Padre (Jn 14,31), no a la voluntad de Pilatos o a la del Sanedrín. Para obedecer ese maravilloso plan de Dios «se entregó por nosotros, ofreciéndose a Dios en sacrificio de agradable perfume» (Ef 5,2).
La Liturgia antigua y la actual de la Iglesia «dice» con frecuencia que quiso Dios la cruz redentora de Jesús. Solo dos ejemplos: «Dios todopoderoso y eterno, tú quisiste que nuestro Salvador se hiciese hombre y muriese en la cruz, para mostrar al género humano el ejemplo de una vida sumisa a tu voluntad» (Or. colecta Dom. Ramos). «Oh Dios, que para librarnos del poder del enemigo, quisiste que tu Hijo muriera en la cruz» (Or. colecta Miérc. Santo).
La Tradición católica de los Padres, del Magisterio y de los grandes maestros espirituales «dice» una y otra vez que Dios quiso en su providencia el sacrificio redentor de Cristo en la Cruz. El Catecismo de Trento (1566, llamado de San Pío V o Catecismo Romano) enseña que «no fue casualidad que Cristo muriese en la Cruz, sino disposición de Dios. El haber Cristo muerto en el madero de la Cruz, y no de otro modo, se ha de atribuir al consejo y ordenación de Dios, “para que en el árbol de la cruz, donde tuvo origen la muerte, de allí resurgiera la vida” (Pref. Cruz)». Y según eso exhorta:
«Ha de explicarse con frecuencia al pueblo cristiano la historia de la pasión de Cristo… Porque este artículo es como el fundamento en que descansa la fe y la religión cristiana. Y también porque, ciertamente, el misterio de la Cruz es lo más difícil que hay entre las cosas [de la fe] que hacen dificultad al entendimiento humano, en tal grado que apenas podemos acabar de entender cómo nuestra salvación dependa de una cruz, y de uno que fue clavado en ella por nosotros.
«Pero en esto mismo, como advierte el Apóstol, hemos de admirar la suma providencia de Dios:“ya que el mundo, con su sabiduría, no reconoció a Dios en las obras que manifiestan su sabiduría, quiso Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación… y predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los paganos” (1Cor 1,21-23)… Y por esto también, viendo el Señor que el misterio de la Cruz era la cosa más extraña, según el modo de entender humano, después del pecado [primero] nunca cesó de manifestar la muerte de su Hijo, así por figuras como por los oráculos de los Profetas» (I p., V,79-81).
Es la misma enseñanza del actual Catecismo de la Iglesia Católica: «La muerte violenta de Jesús no fue fruto del azar en una desgraciada constelación de circunstancias. Pertenece al misterio del designio de Dios, como lo explica San Pedro a los judíos de Jerusalén ya en su primer discurso de Pentecostés» (599).
—Cristo quiso morir por nosotros en la Cruz. Como dice Juan Pablo II en la Salvifici doloris, «Cristo va hacia su pasión y muerte con toda la conciencia de la misión que ha de realizar de este modo… Por eso reprende severamente a Pedro, cuando éste quiere hacerle abandonar los pensamientos [divinos] sobre el sufrimiento y sobre la muerte de cruz (Mt 16,23)… Cristo se encamina hacia su propio sufrimiento, consciente de su fuerza salvífica. Va obediente al Padre, pero ante todo está unido al Padre en el amor con el cual Él ha amado al mundo y al hombre en el mundo» (16). «El Siervo doliente se carga con aquellos sufrimientos de un modo completamente voluntario (cf.Is 53,7-9)» (18; cf. Catecismo, 609).
Jesús es siempre consciente de su vocación martirial, de la que su ciencia humana tiene un conocimiento progresivo, pero siempre cierto. Por eso anuncia a sus discípulos que en este mundo van a ser perseguidos como Él va a serlo. Y cuando les enseña que también ellos han de «dar su vida por perdida», si de verdad quieren ganarla (Lc 9,23), lo hace porque quiere que su misma actitud martirial constante sea la de todos los suyos: «yo os he dado el ejemplo, para que vosotros hagáis también como yo he hecho» (Jn 13,15).






 Desde el comienzo de su vida públicada Jesús muestras evidentes de que se sabe «hombre muerto», condenado por las autoridades de Israel. Todo lo que dice y hace muestra la libertad omnímoda propia de un hombre que, sabiéndose condenado a la muerte, no tiene para qué proteger su propia vida. La da por perdida desde el principio. Él sabe perfectamente que es el Cordero de Dios destinado al sacrificio redentorque va a traer la salvación del mundo. Por eso, al predicar la verdad del Evangelio, no tiene miedo alguno al enfrentarse duramente con los tres estamentos de Israel más poderosos, los que pueden decidir su proscripción social y su muerte. En efecto, como bien sabemos, se enfrenta con la clase sacerdotal, se enfrenta con los maestros de la Ley, escribas, fariseos y saduceos, y se enfrenta con los ricos, notables y poderosos. Y ciertamente no choca contra estos poderes mundanos hasta poner su vida en grave peligro por un vano espíritu de contradicción, que sería despreciable e injustificable. En absoluto. Jesús arriesga su vida hasta el extremo de perderla porque ama a los hombres pecadores, porque sabe que solo predicándoles la verdad pueden ser liberados de la cautividad del Padre de la Mentira, y porque quiere salvarlos en el sacrificio expiatorio de la Cruz, cumpliendo el plan salvífico de Dios, muchas veces anunciado en la Biblia.

La sagrada Escritura, ciertamente, nos «dice» que Jesús quiso morir por nosotros en la Cruz. Cristo «sabía todo lo que iba sucederle» (Jn 18,4), anunció su Pasión con todo detalle en varias ocasiones, y hubiera podido evitarla. Pero no, Él quiso que se cumplieran en su muerte todas las predicciones de la Escritura (Lc 24,25-27). Por eso, nadie le quita la vida: es Él quien la entrega libremente, para volverla a tomar (Jn 10,17-18). Él, en la última Cena, «entrega» su cuerpo y «derrama» su sangre para la salvación del mundo.
En la misma hora del prendimiento, Jesús sabe bien que legiones de ángeles podrían acudir para evitar su muerte (Mt 26,53). Pero Él no pide esa ayuda, ni permite que lo defiendan sus discípulos (Jn 18,10-11). Tampoco se defiende a sí mismo ante sus acusadores, sino que permanece callado ante Caifás (Mt 26,63), Pilatos (27,14), Herodes (Lc 23,9) y otra vez ante Pilatos (Jn 19,9). Es evidente que Él «se entrega», se ofrece verdaderamente a la muerte, a una muerte sacrificial y redentora. Por eso nosotros hemos de confesar como San Pablo, que el Hijo de Dios nos amó y, con plena libertad, se entregó hasta la muerte para salvarnos (Gál 2,20).
La liturgia, que diariamente confiesa y celebra la fe de la Iglesia, «dice» una y otra vez lo mismo que la sagrada Escritura. Nuestro Señor Jesucristo, «cuando iba a ser entregado a su Pasión, voluntariamente aceptada» (Pleg. eucarística II), «con la inmolación de su cuerpo en la cruz, dio pleno cumplimiento a lo que anunciaban los sacrificios de la antigua alianza, y ofreciéndose a sí mismo por nuestra salvación, quiso ser al mismo tiempo sacerdote, víctima y altar» (Pref. V Pascua).
Los Padres y el Magisterio apostólico «dicen» lo mismo. Concretamente, con ocasión de los gravísimos errores de los protestantes sobre el misterio de la Cruz, el Catecismo de Trento enseña que «Cristo murió porque quiso morir por nuestro amor. Cristo Señor murió en aquel mismo tiempo que él dispuso morir, y recibió la muerte no tanto por fuerza ajena, cuanto por su misma voluntad. De suerte que no solamente dispuso Él su muerte, sino también el lugar y tiempo en que había de morir» (cita aquí Jn 10,17-18 y Lc 13,32-33). «Y así nada hizo él contra su voluntad o forzado, sino que Él mismo se ofreció voluntariamente, y saliendo al encuentro a sus enemigos, dijo: “Yo soy”, y padeció voluntariamente todas aquellas penas con que tan injusta y cruelmente le atormentaron». Y fijémonos en las siguientes palabras de este gran Catecismo.
«Cuando uno padece por nosotros todo género de dolores, si no los padece por su voluntad, sino porque no los puede evitar, no estimamos esto por grande beneficio [ni por gran declaración de amor]; pero si por solo nuestro bien recibe gustosamente la muerte, pudiéndola evitar, esto es una altura de beneficio tan grande» que suscita el más alto agradecimiento. «En esto, pues, se manifiesta bien la suma e inmensa caridad de Jesucristo, y su divino e inmenso mérito para con nosotros» (I p., cp.V,82).
—Si así «dicen» la Escritura y el Magisterio, los Padres y la Liturgia ¿cuál será el atrevimiento insensato de quienes «contra-dicen» una Palabra de Dios tan clara?… Cristo quiso la Cruz porque ésta era la eterna voluntad salvífica de Dios providente. Y los cristianos católicos están familiarizados desde niños con estas realidades de la fe y con los modos bíblicos y tradicionales de expresarlas –voluntad de Dios, plan de la Providencia divina, obediencia de Cristo, sacrificio, expiación, ofrenda y entrega de su propia vida, etc.–, y no les producen, obviamente, ninguna confusión, ningún rechazo, sino solamente amor al Señor, gratitud total, devoción y estímulo espiritual. Ellos han respirado siempre el espíritu de la Madre Iglesia. Y ella les ha enseñado no solo a hablar de los misterios de la fe, sino también a entenderlos rectamente a la luz de una Tradición luminosa y viviente. Por eso para los fieles que «permanecen atentos a la enseñanza de los apóstoles» (Hch 2,42), las limitaciones inevitables del lenguaje humano religioso jamás podrán inducirles a error.
Por tanto, aquellos exegetas y teólogos que niegan en Cristo el preconocimiento de la Cruz y explican principalmente su muerte como el resultado de unas libertades y decisiones humanas, sin afirmar al mismo tiempo que ellas realizan sin saberlo la Providencia eterna, ocultan la epifanía plena del amor divino, que en Belén y en el Calvario «manifestó (epefane) la bondad y el amor de Dios hacia los hombres» (Tit 3,4).
El lenguaje de la fe católica debe ser siempre fiel al lenguaje de la sagrada Escritura.Quiso Dios que Cristo nos redimiera mediante la muerte en la Cruz. Quiso Cristo entregar su cuerpo y su sangre en la Cruz, como Cordero sacrificado, para quitar el pecado del mundo. Ésta es una verdad formalmente revelada en muchos textos de la Escritura. Cristo entendió su sacrificio final expiatorio como «inherente a la misión que tenía que realizar en el mundo». Ningún teólogo puede negarlo sin contrariar la Escritura sagrada. Y si los apóstoles afirman una y otra vez que«Dios envió a su Hijo, como víctima expiatoria de nuestros pecados» (1Jn 4,10), ningún teólogo, por altos y numerosos que sean sus títulos académicos, debe atreverse a afirmar que «Dios no envía su Hijo a la muerte, no la quiere, y menos la exige».
Un teólogo podrá explicar el sentido de las Escrituras, purificándolo de entendimientos erróneos, pero jamás deberá negar lo que la Biblia afirma, y nunca habrá de tratar las palabras bíblicas con reticencias y críticas negativas, como si fueran expresiones equívocas. Allí, por ejemplo, donde la Escritura dice que Cristo es sacerdote, teólogos o escrituristas no pueden decir que Cristo fue un laico y no un sacerdote, sino que han de explicar bien que nuestro Señor Jesucristo fue sacerdote de la Nueva Alianza sellada en su sangre.
El teólogo pervierte su propia misión si contra-dice lo que la Palabra divina dice. No puede preferir sus modos personales de expresar el misterio de la fe a los modos elegidos por el mismo Dios en la Escritura y en la Tradición eclesial. No puede suscitar en los fieles alergias pésimas contra el lenguaje empleado por Dios en la Revelación de sus misterios, que es el lenguaje constante de la Tradición teológica y popular. Es evidente que Dios, para expresar realidades sobre-naturales, emplea el lenguaje natural-humano, y que necesariamente usará de antropo-morfismos. Pero en la misma necesidad ineludible se verá el teólogo. También su lenguaje se verá afectado de antropo-morfismos, pues emplea una lengua humana. La diferencia, bien decisiva, está en que el lenguaje de la Revelación, asistido siempre por el Espíritu Santo en la Escritura, en la Tradición y en el Magisterio apostólico, jamás induce a error, sino que lleva a la verdad completa. Mientras que un lenguaje contra-dictorio al de la Revelación, arbitrariamente producido por los teólogos, lleva necesariamente a graves errores.
El deterioro intelectual y verbal de la teología siembra en el pueblo cristiano la confusión y a veces la apostasía. Ya traté en un artículo del Lenguaje católico oscuro y débil(24). Allí dije que «la reforma hoy más urgente en la Iglesia es la recuperación del pensamiento y del lenguaje que son propios del Catolicismo». Tanto en los niveles altos teológicos, como en la predicación y la catequesis, ese deterioro doctrinal hoy se produce
1º– cuando falla la fe en las sagradas Escrituras, es decir, si ésta queda prácticamente a merced del libre examen, mediante una interpretación histórico-crítica desvinculada de la Tradición y el Magisterio (76-79). Entonces la fe católica ya no es apostólica, es decir, no se fundamenta en la roca de Cristo y de los Apóstoles, que dieron testimonio verdadero de «lo que habían visto y oído». Más bien se apoya en el testimonio, bastante posterior, de las primeras comunidades cristianas.
2º– cuando se pierde la calidad del pensamiento y del lenguaje religioso (44-60). La teología católica, ratio fide illustrata, desde sus comienzos, se ha caracterizado no solo por la luminosidad de la fe en ella profesada, sino también por la claridad y precisión de la razón que la expresa. Sin un buen lenguaje y una buena filosofía, no hay modo de elaborar una teología verdadera. Los errores y los equívocos serán inevitables. Por lo demás, un pensamiento oscuro no puede expresarse en una palabra clara. Ni puede, ni quiere.
3º– cuando se desprecian las palabras y los conceptos que la Iglesia ha elaborado en su tradición, bajo la acción del Espíritu de la verdad (Jn 16,13), y se crean, por el contrario, alergias en el pueblo cristiano hacia esos modos de pensamiento y expresión. Pío XII, en la encíclica Humani generis (12-VIII-1950), denuncia a quienes pretenden «liberar el dogma mismo de la manera de hablar ya tradicional en la Iglesia» (9). Estas tendencias «no solo conducen al relativismo dogmático, sino que ya de hecho lo contienen, pues el desprecio de la doctrina tradicional y de su terminología favorecen demasiado a ese relativismo y lo fomentan» (10). Por todo ello es «de suma imprudencia abandonar o rechazar o privar de su valor tantas y tan importantes nociones y expresiones» que, bajo la guía del Espíritu Santo, se han formulado «para expresar las verdades de la fe cada vez con mayor exactitud, sustituyéndolas con nociones hipotéticas o expresiones fluctuantes y vagas de la nueva filosofía» (11). Reforma o apostasía.
Quiso Dios, quiso Cristo salvar a la humanidad pecadora por la sangre de su Cruz. Ésta es Palabra de Dios, como hemos visto. Pero podemos preguntarnos: ¿por qué quiso Dios en su providencia disponer la salvación del mundo por un medio tan sangriento y doloroso? Es la clásica cuestión teológica, Cur Christus tam doluit? La fe católica, como lo veremos, Dios mediante, en el próximo artículo, fundamentándose en la Revelación, da una respuesta verdadera y cierta a esa pregunta misteriosa.
José María Iraburu, sacerdote

 La Cruz gloriosa –II. Por qué Dios quiso la Cruz

por José María Iraburu sacerdote









–Nos signamos y nos per-signamos con la señal de la Cruz.
–Exactamente. Nos gloriamos en la Cruz de Cristo. Como San Pablo.
El Señor quiso salvar al mundo por la cruz de Cristo (137). ¿Pero por qué quiso Dios elegir en su providencia ese plan de salvación, al parecer tan cruel y absurdo, prefiriéndolo a otros modos posibles? Es un gran mysterium fidei, pero la misma Revelación da a la Iglesia en las sagradas Escrituras respuestas luminosas a esta cuestión máxima.

1.–Para revelar el Amor divinoLa Trinidad divina quiso la Cruz porque en ella expresa a la humanidad la declaración más plena de su amor. «Dios es caridad… Y a Dios nunca lo vio nadie» (1Jn 4,8.12). La primera declaración de Su amor la realiza en la creación, y sobre todo en la creación del hombre. Pero oscurecida la mente de éste por el pecado, esa revelación natural no basta. Se amplía, pues, en laAntigua Alianza de Israel. Y en la plenitud de los tiempos revela Dios su amor en la encarnación del Verbo, en toda la vida y el ministerio profético de Cristo, pero sobre todo en la cruz, donde el el Hijo divino encarnado «nos amó hasta el extremo» (Jn 13,1). Por eso quiso Dios la cruz de Cristo.

Si la misión de Cristo es revelar a Dios, que es amor, «necesita» el Señor llegar a la cruz para «consumar» la manifestación del amor divino. Sin su muerte en la cruz, la revelación de ese amor no hubiera sido suficiente, no hubiera conmovido el corazón de los pecadores. Si aun habiendo expresado Dios su amor a los hombres por la suprema elocuencia del dolor de la cruz, hay sin embargo tantos que ni así se conmueven, ¿cómo hubieran podido creer en ese amor sin la Cruz?
En la pasión deslumbrante de Cristo se revela la caridad divina trinitaria en todas sus dimensiones. Las señalo brevemente.
El amor de Cristo al Padre solo en la cruz alcanza su plena epifanía. El mismo Jesús quiso en la última Cena que ésa fuera la interpretación principal de su muerte: «es necesario que el mundo conozca que yo amo al Padre y que obro [que le obedezco] como él me ha mandado» (Jn 14,31). En la Biblia, amor y obediencia a Dios van siempre juntos, pues el amor exige y produce la obediencia: «los que aman a Dios y cumplen sus mandatos» (Ex 20,6; Dt 10,12-13). Y en la cruz nos enseña Jesús que Él obedece al Padre infinitamente, «hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2,8), porque le ama infinitamente. Y al despedirse de sus discípulos en la Cena, se aplica a sí mismo lo que las Escrituras dicen únicamente de Yahvé: «si me amáis, guardaréis mis mandamientos» (Jn 14,15), y «si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor» (15,10).
El amor que el Padre tiene por nosotros se declara totalmente en la cruz, pues «Dios acreditó (sinistesin, demostró, probó, garantizó) su amor hacia nosotros en que, siendo todavía pecadores [enemigos suyos], Cristo murió por nosotros» (Rm 5,8; cf. Ef 2,4-5). «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único» (Jn 3,16); lo entregó primero en Belén, por la encarnación, y acabó de entregarlo en la Cena y en la Cruz: «mi cuerpo, que se entrega… mi sangre, que se derrama». Éste es el amor que el Padre celestial nos tiene, el que nos declara totalmente en la Pasión de su Unigénito.
El amor que Cristo nos tiene a los hombres solo en la cruz se revela en su plenitud. Cuando uno ama a alguien, da pruebas de ese amor comunicándole su atención, su ayuda, su tiempo, su compañía, su dinero, su casa. Pero, ciertamente, «no hay amor más grande que dar uno la vidapor sus amigos» (Jn 15,13). Ésa es la revelación máxima del amor, la entrega hasta la muerte. Pues bien, Cristo es el buen Pastor, que entrega su vida por sus ovejas (10,11). «Él murió por el pueblo, para reunir en uno a todos los hijos de Dios que estaban dispersos» (11,51-52). Después de eso, ahora ya nadie, mirando a la cruz, podrá dudar del amor de Cristo. Él ha entregado su vida en la cruz por nosotros, pudiendo sin duda guardarla. Y cada uno de nosotros ha de decir como Pablo: «el Hijo de Dios me amó y se entregó por mí» (Gál 2,20).









San Agustín: «El Hijo unigénito murió por nosotros para no ser el único hijo. No quiso ser único quien, único, murió por nosotros. El Hijo único de Dios ha hecho muchos hijos de Dios. Compró a sus hermanos con su sangre, quiso ser reprobado para acoger a los réprobos, vendido para redimirnos, deshonrado para honrarnos, muerto para vivificarnos» (Sermón 171).
El P. Luis de la Palma, S. J. (1560-1641), en su Historia de la Sagrada Pasión, contemplando a Jesús en Getsemaní, escribe: «Quiso el Salvador participar como nosotros de los dolores del cuerpo y también de las tristezas del alma porque cuanto más participase de nuestros males, más partícipes nos haría de sus bienes. “Tomó tristeza, dice San Ambrosio, para darme su alegría. Con mis pasos bajó a la muerte, para que con sus pasos yo subiese a la vida”. Tomó el Señor nuestras enfermedades para que nosotros nos curásemos de ellas; se castigó a sí mismo por nuestros pecados, para que se nos perdonaran a nosotros. Curó nuestra soberbia con sus humillaciones; nuestra gula, tomando hiel y vinagre; nuestra sensualidad, con su dolor y tristeza».
Por otra parte, es en la cátedra de la Cruz santísima donde nuestro Maestro proclama plenamente los dos mandamientos principales del Evangelio, simbolizados por el palo vertical, hacia Dios, y el horizontal, hacia los hombres: «Miradme crucificado. “Yo os he dado ejemplo para que vosotros hagáis también como yo he hecho” (Jn 13,15). Así tenéis que amar a Dios y obedecerle, hasta dar la vida por cumplir su voluntad. Así tenéis que amar a vuestros hermanos, hasta dar la vida por ellos».
El amor que nosotros hemos de tener a Dios ha de ser, según Él mismo nos enseña, «con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente» (Lc 10,27; Dt 6,5). Pero ¿cómo ha de entenderse y aplicarse un mandato tan inmenso? Sin la cruz de Cristo nunca hubiéramos llegado a conocer plenamente hasta dónde llega la exigencia formidable de este primer mandamiento:
El amor que nosotros hemos de tener a los hombres tampoco hubiera podido ser conocido del todo por nosotros sin el misterio de la cruz. Nos dice Cristo: «habéis de amaros los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 13,34). ¿Y cómo nos ha amado Cristo? Muriendo en la cruz para salvarnos. «No hay un amor mayor que dar uno la vida por sus amigos» (15,14). Por tanto, el sentido profundo del mandamiento segundo es muy claro: Cristo «dio su vida por nosotros, y nosotros debemos dar nuestra vida por nuestros hermanos» (1Jn 3,16).

2.–Para expiar por el pecado del mundoJesucristo es «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» mediante el sacrificio pascual de la Nueva Alianza, sellada en su sangre. Esta grandiosa verdad, en las palabras del Bautista (Jn 1,29), queda revelada desde el inicio mismo de la vida pública de Jesús. Por eso aquellos que al hablar de la Pasión de Cristo niegan o hablan con reticencias de «sacrificio, víctima, expiación, redención, satisfacción», merecen la denuncia que hace el Apóstol a los filipenses: «ya os advertí con frecuencia, y ahora os lo repito con lágrimas: hay muchos que se portan como enemigos de la cruz de Cristo» (Flp 3,18). Si no quieren perderse y perder a muchos, abran sus mentes a la Revelación divina, tal como ella se expresa en la Escritura y en el Magisterio apostólico.
El Catecismo de la Iglesia, en efecto, nos enseña que «desde el primer instante de la Encarnación el Hijo acepta el designio divino de salvación en su misión redentora» (606). «Este deseo de aceptar el designio de amor redentor de su Padre anima toda la vida de Jesús, porque su Pasión redentora es la razón de ser de su Encarnación» (607).
«Al aceptar en su voluntad humana que se haga la voluntad del Padre (Mt 26,42), acepta su muerte como redentora para “llevar nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero” (1Pe 2,24)» (612). Ese «“amor hasta el extremo” (Jn 13,1) confiere su valor de redención y de reparación, de expiación y de satisfacción al sacrificio de Cristo» (616). «“Por su sacratísima pasión en el madero de la cruz nos mereció la justificación”, enseña el Concilio de Trento» (617).









Juan Pablo II, en la Salvifici doloris, confirma la fe de la Iglesia en el misterio de la cruz de Cristo. «El Padre “cargó sobre él la iniquidad de todos nosotros” (Is 53,6), según aquello que dirá San Pablo: “a quien no conoció el pecado, le hizo pecado por nosotros” (2Cor 5,21)… Puede decirse también que se ha cumplido la Escritura, que han sido definitivamente hechas realidad las palabras del Poema del Siervo doliente: “quiso Yavé quebrantarlo con padecimientos” (Is 53,10). El sufimiento humano ha alcanzado su culmen en la pasión de Cristo» (18)….
«En la cruz de Cristo no solo se ha cumplido la redención mediante el sufrimiento, sino que el mismo sufrimiento humano ha quedado redimido. Cristo, sin culpa alguna propia, cargó sobre sí “el mal total del pecado”. La experiencia de este mal determinó la medida incomparable del sufrimiento de Cristo, que se convirtió en el precio de la redención… “Se entregó por nuestros pecados para liberarnos de este siglo malo” (Gál 1,4)… “Habéis sido comprados a precio” (1Cor 6,20)… El Redentor ha sufrido en vez del hombre y por el hombre» (19).
Benedicto XVI, igualmente, en la exhortación apostólica Sacramentum caritatis (22-II-2007), confiesa la fe de la Iglesia, afirmando que en la Cruz «el pecado del hombre ha sido expiado por el Hijo de Dios de una vez por todas (cf. Hb 7,27; 1Jn 2,2; 4,10)… En la institución de la Eucaristía, Jesús mismo habló de la “nueva y eterna alianza” establecida en su sangre derramada… En efecto, “éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”», como lo repetimos cada día en la Misa. «Jesús es el verdadero cordero pascual que se ha ofrecido espontáneamente a sí mismo en sacrificio por nosotros, realizando así la nueva y eterna alianza» (9)… «Al instituir el sacramento de la Eucaristía, Jesús anticipa e implica el Sacrificio de la cruz y la victoria de la resurrección. Al mismo tiempo, se revela como el verdadero cordero inmolado, previsto en el designio del Padre desde la creación del mundo, como se lee en la primera Carta de San Pedro (1Pe 1,18-20)» (10).
Y esta expiación que Cristo ofrece por nuestros pecados es sobreabundante. Muchos se han preguntado: ¿por qué ese exceso de tormentos ignominiosos en la Pasión de Cristo? ¿No hubiera bastado «una sola gota de sangre» del Hijo divino encarnado para expiar por nuestros pecados? Eso es indudable. Santo Tomás, cuando considera cómo Cristo sufrió toda clase de penalidades corporales y espirituales en la Pasión, expresa finalmente la convicción de la Tradición católica: «en cuanto a la suficiencia, una minima passio de Cristo hubiera bastado para redimir al género humano de todos sus pecados; pero en cuanto a la conveniencia, lo suficiente fue que padeciera omnia genera passionum (todo género de penalidades)» (STh III,46,5 ad3mcf. 6 ad3m).
Por tanto, si Cristo sufrió mucho más de lo que era preciso en estricta justicia para expiar por nuestros pecados, es porque, previendo nuestra miserable colaboración a la obra de la redención, quiso redimirnos sobreabundantemente, por exigencia de su amor compasivo. En efecto, el buen Pastor no solamente quiso «dar su vida» para salvar a su rebaño, sino que quiso darle «vida y vida en abundancia» (Jn 10,10-11).

3.–Para revelar todas las virtudes. La Pasión del Señor es la revelación máxima de la caridad divina, y también al mismo tiempo de todas las virtudes cristianas. Santo Tomás de Aquino, en una de su Conferencias, al preguntarse ¿por qué Cristo hubo de sufrir tanto? cur Christus tam doluit?, enseña que la muerte de Cristo en la cruz es la enseñanza total del Evangelio.
«¿Era necesario que el Hijo de Dios padeciera por nosotros? Lo era, ciertamente, y por dos razones fáciles de deducir: la una, para remediar nuestros pecados; la otra, para darnos ejemplo de cómo hemos de obrar.
«Para remediar nuestros pecados, en efecto, porque en la pasión de Cristo encontramos el remedio contra todos los males que nos sobrevienen a causa del pecado. La segunda razón es también importante, ya que la pasión de Cristo basta para servir de guía y modelo a toda nuestra vida. Pues todo aquel que quiera llevar una vida perfecta no necesita hacer otra cosa que despreciar lo que Cristo despreció en la cruz y apetecer lo que Cristo apeteció. En la cruz hallamos el ejemplo de todas las virtudes.
«Si buscas un ejemplo de amor: “nadie tiene más amor que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13)Esto es lo que hizo Cristo en la cruz. Y, por esto, si él entregó su vida por nosotros, no debemos considerar gravoso cualquier mal que tengamos que sufrir por él.
«Si buscas un ejemplo de paciencia, encontrarás el mejor de ellos en la cruz. Dos cosas son las que nos dan la medida de la paciencia: sufrir pacientemente grandes males, o sufrir, sin rehuirlos, unos males que podrían evitarse. Ahora bien, Cristo, en la cruz, sufrió grandes males y los soportó pacientemente, ya que “en su pasión no profería amenazas; como cordero llevado al matadero, enmudecía y no abría la boca” (Is 53,7; Hch 8,32)Grande fue la paciencia de Cristo en la cruz:corramos en la carrera que nos toca, sin retirarnos, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe: Jesús, que, renunciando al gozo inmediato, soportó la cruz, despreciando la ignominia” (Heb 12,1-2).
«Si buscas un ejemplo de humildad, mira al crucificado: él, que era Dios, quiso ser juzgado bajo el poder de Poncio Pilato y morir.
«Si buscas un ejemplo de obediencia, imita a aquel que se hizo obediente al Padre hasta la muerte, pues “si por la desobediencia de uno [Adán] todos se convirtieron en pecadores, así por la obediencia de uno [Cristo] todos se convertirán en justos” (Rm 5,19).
«Si buscas un ejemplo de menosprecio de las cosas terrenales, imita a aquel que es “Rey de reyes y Señor de señores” (Ap 17,14), “en quien están encerrados todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia” (Col 2,4), que está desnudo en la cruz, ridiculizado, escupido, flagelado, coronado de espinas, y a quien finalmente, dieron a beber hiel y vinagre. No te aficiones a los vestidos y riquezas, ya que “se repa­rtieron mis ropas” (Sal 21,19) ; ni a los honores, ya que él experi­mentó las burlas y azotes; ni a las dignidades, ya que “le pusieron una corona de espinas, que habían trenzado” (Mt 27,29); ni a los placeres, ya que “para mi sed me dieron vinagre” (Sal 68,22)».

4.–Para revelar la verdad a los hombres. En efecto, bien sabe Dios que el hombre, cautivo del Padre de la Mentira, cae por el engaño en el pecado, y que solamente podrá ser liberado de la mentira y del pecado si recibe la luz de la verdad. Y por eso nos envía a Cristo, el Salvador, «paradar testimonio de la verdad» (Jn 18,37), para «santificarnos en la verdad» (17,17), para darse a nosotros como «camino, verdad y vida» (14,6).
Por eso, si el testimonio de la verdad es la clave de la salvación del mundo, es preciso que Cristo dé ese testimonio con la máxima fuerza persuasiva, sellando con su sangre la veracidad de lo que enseña. No hay manera más fide-digna de afirmar la verdad. Aquél que para confirmar la veracidad de su testimonio acerca de una verdad o de un hecho está dispuesto a perder su trabajo, sus bienes, su casa, su salud, su prestigio, su familia, es indudablemente un testigofidedigno de esa verdad. Pero nadie es tan creíble como aquél que llega a entregar su vida a la muerte para afirmar la verdad que enseña.
Pues bien, Cristo en la cruz es «el Testigo (mártir) fidedigno y veraz» (Apoc 1,5; 3,14). Por eso lo matan, por decir la verdad. No mataron a Jesús tanto por lo que hizo, sino por lo que dijo: «soy anterior a Abraham», «el Padre y yo somos una sola cosa», «nadie llega al Padre si no es por mí», «el Hijo del hombre tiene poder para perdonar los pecados», «vosotros tenéis por padre al diablo», «ni entráis en el Reino ni dejáis entrar a otros», etc. Cristo es crucificado por dartestimonio de la verdad de Dios en medio de un mundo sujeto al Padre de la Mentira (Jn 8,43-59). Y en consecuencia nos enseña Jesús en su Cruz que la salvación del mundo está en la verdad, y que sus discípulos no podremos cumplir nuestra vocación de testígos de la verdad, si no es perdiendo la propia vida. El que la guarda en este mundo cuidadosamente, la pierde: deja de ser cristiano. Para que conociéramos esta verdad, que para nosotros es tan necesaria y tan difícil de asimilar, quiso Dios disponer en su providencia la Cruz de nuestro Señor Jesucristo.

5.–Para revelar el horror del pecado y del infierno. ¿Cómo es posible que Dios providente decida salvar al mundo por la muerte sacrificial de Cristo en la cruz? Quiso Dios que el horror indecible del pecado se pusiera de manifiesto en la muerte terrible de su Hijo, el Santo de Dios, el Inocente. «El pecado del mundo» exige la muerte del Justo y la consigue, y en esta muerte espantosa manifiesta a los hombres todo el horror de sus culpas. Si piensan los hombres que sus pecados son cosa trivial, actos perfectamente contingentes, que no pueden tener mayor importancia en esta vida y que, por supuesto, no van a producir una repercusión de castigo eterno, seguirán pecando. Solo mirando la Cruz de Cristo conocerán lo que es el pecado y lo que puede ser su castigo eterno en el infierno. En la muerte ignominiosa del Inocente, conocerán el horror del pecado, y por la muerte del Salvador podrán salvarse del pecado, del demonio y de la muerte eterna.
La cruz de Cristo revela a los pecadores la posibilidad real del infierno. Ellos persisten en sus pecados porque no acaban de creer en la terrible posibilidad de ser eternamente condenados. La encarnación del Hijo de Dios y su muerte en la cruz demuestra a los pecadores la gravedad de sus pecados, el amor que Dios les tiene y el horror indecible a que se exponen en el infierno si persisten en su rechazo de Dios.
Charles Arminjon (1824-1885), en su libro El fin del mundo y los misterios de la vida futura (Ed. Gaudete, S.Román 21, 31174 Larraya, Navarra 2010), argumenta: «Si no hubiera Infierno ¿por qué habría descendido Jesucristo de los cielos? ¿por qué su abajamiento hasta el pesebre? ¿por qué sus ignominias, sus sufrimientos y su sacrificio de la cruz? El exceso de amor de un Dios que se hace hombre para morir hubiera sido una acción desprovista de sabiduría y sin proporción con el fin perseguido, si se tratara simplemente de salvarnos de una pena temporal y pasajera como el Purgatorio. De otra manera, habría que decir que Jesucristo solo nos libró de una pena finita, de la que hubiéramos podido librarnos con nuestros propios méritos. Y en este caso ¿no hubieran sido superfluos los tesoros de su sangre? No hubiera habido redención en el sentido estricto y absoluto de esta palabra: Jesucristo no sería nuestro Salvador» (pg. 171). Señalo de paso que para Santa Teresa del Niño Jesús la lectura de este libro, según declara, «fue una de las mayores gracias de mi vida» (Historia de un alma, manuscrito A, cp. V).
Pero al mismo tiempo, solo mirando la Cruz pueden conocer los pecadores hasta dónde llega el amor que Dios les tiene, el valor inmenso que tienen sus vidas ante el Amor divino. Allí, mirando al Crucificado, verán que el precio de su salvación no es el oro o la plata, sino la sangre de Cristo, humana por su naturaleza, divina por su Persona (1Pe 1,18; 1Cor 6,20).

6.–Para revelar a los hombres que solo por la cruz pueden salvarse. Sabiendo el Hijo de Dios que «su Pasión redentora es la razón de ser de su Encarnación» (Catecismo 607), y que precisamente en la Cruz es donde va a consumar su obra salvadora, enseñaba abiertamente «a todos: el que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga. Porque el que quiere salvar su vida, la perderá, y quien perdiere su vida por mi causa, la salvará» (Lc 9,23-24). Enseña, pues, que si «es necesario que el Mesías padeciera esto y entrase en su gloria» (Lc 24,26), también es necesario a los hombres pecadores tomar la cruz, morir en ella al hombre carnal y pecador, para así alcanzar la vida eterna.
De este modo Cristo se abraza a la Cruz para que el hombre también se abrace a ella, llegado el momento, y no la tema, no la rechace, sino que la reciba como medio necesario para llegar a la vida eterna. Él toma primero la amarga medicina que nosotros necesitamos beber para nuestra salvación. Él nos enseña la necesidad de la Cruz no solo de palabra, sino de obra.
El hombre pecador, en efecto, no puede salvarse sin Cruz. Y la razón es obvia. El hombre viejo, según Adán pecador, coexiste en cada uno de nosotros con el hombre nuevo, según Cristo; y entre los dos hay una absoluta contrariedad de pensamientos y deseos, de tal modo que no es posible vivir según Dios sin mortificar, a veces muy dolorosamente, al hombre viejo (cf. Rm 8,8-13). Por tanto, sin tomar la cruz propia, sin matar al hombre viejo, no llega el hombre a la vida. No es posible participar de la Resurrección de Cristo sin participar en su Pasión crucificada. Ésta es continuamente la lógica interna de la vida cristiana, que se inicia ya en ese morir-renacer sacramental propio del Bautismo.
Se comprende, pues, que Cristo no hubiera podido enseñar a sus discípulos el valor y la necesidad absoluta de la Cruz, si Él no hubiera experimentado la Cruz, evitándola por el ejercicio de sus especiales poderes. Es evidente que quien calmaba tempestades, daba vista a ciegos de nacimiento o resucitaba muertos, podría haber evitado la Cruz. Pero la aceptó, porque sabía que nosotros la necesitábamos absolutamente para renacer a la vida nueva. Era necesario que el Salvador padeciera la cruz, para que participando nosotros en ella, alcanzáramos por su Resurrección, la santidad, la vida de la gracia sobrenatural. Por eso, desde el primer momento de la Iglesia, los cristianos se entendieron a sí mismos como discípulos del Crucificado.
San Pedro, por ejemplo, enseña a los siervos que sufrían bajo la autoridad de sus señores: «agrada a Dios que por amor suyo soporte uno las ofensas injustamente inferidas. Pues ¿qué mérito tendríais si, delinquiendo y castigados por ello, lo soportáseis? Pero si por haber hecho el bien padecéis y lo lleváis con paciencia, esto es lo grato a Dios. Pues para esto fuisteis llamados, ya que también Cristo padeció por vosotros y os dejó ejemplo para que sigáis sus pasos» (1Pe 2,19-21).
Quiere el Señor morir en la Cruz y resucitar al tercer día, porque sabe que nosotros necesitamos morir en la cruz al hombre carnal y renacer al hombre espiritual. Quiere ser para nosotros en el Misterio Pascual causa ejemplar de esa muerte y de ese renacimiento que necesitamos, y ser al mismo tiempo para nosotros causa eficiente de gracia que nos haga posible esa muerte-vida.Muriendo Él, nos hace posible morir a nosotros mismos, y resucitando Él, nos concede renacer día a día para la vida eterna. La Iglesia, desde el principio, entiende así esta condición continuamentecrucificada y pascual de la vida en Cristo.
San Ignacio de Antioquía (+107): «permitid que [mediante el martirio] imite la pasión de mi Dios» (Romanos 6,3). Y San Fulgencio de Ruspe (+532): «Suplicamos fervorosamente que aquel mismo amor que impulsó a Cristo a dejarse crucificar por nosotros sea infundido por el Espíritu Santo en nuestros propios corazones, con objeto de que consideremos al mundo como crucificado para nosotros, y nosotros sepamos vivir crucificados para el mundo [cf. Gál 5,14]» (Trat. contra Fabiano28, 16-19).

José María Iraburu, sacerdote

 La Cruz gloriosa –III. La Cruz en los cristianos. 1

, por José María Iraburu










–A ver cómo nos ayuda usted a llevar la cruz de cada día.
–A ver cómo le ayudamos a Cristo a llevar su cruz, llevando la nuestra, que es también suya.
Todos los errores de hoy sobre la cruz de Cristo los encontramos iguales al considerar la cruz en los cristianos. Quienes piensan que Dios no quiso la cruz de Cristo, ni la eligió en un plan eterno providente, anunciado por los profetas, ni exigió la expiación victimal de Jesucristo para la salvación del mundo, etc., incurren en los mismos errores contra la fe católica al tratar de la cruz en los cristianos. Estos errores hacen mucho daño en los fieles a la hora de aceptar la voluntad de la Providencia divina en circunstancias muy dolorosas, y paralizan en buena medida ese ministerio de consolación que es propio de todos los cristianos (2Cor 1,3-5), especialmente de los sacerdotes, párrocos, capellanes de hospitales, etc.

No me detendré a describirlos, pues mientras que la verdad es una, los errores, graves o leves, de una u otra tendencia, son innumerables. Y solo pondré un ejemplo, tomado del libro de Pere Franquesa El sufrimiento (Barcelona, 200, 699 págs.).
«Por “dolorismo” se entiende un modo de ver que celebra el dolor como si en sí mismo tuviera razón de dignidad y mérito. La inclinación a una comprensión dolorista de la Pasión de Cristo está ampliamente inscrita en las corrientes de lenguaje y de la sensibilidad cristiana. Este fenómeno es común y poco considerado. Todo sufrimiento viene rápidamente cualificado como Cruz si se considera en orden al seguimiento de Cristo sin verificar ni las razones ni las intenciones. El peligro dolorista de la devoción al Crucifijo ha tomado un desarrollo muy notable en la época moderna y se presenta sospechoso cuando no provoca risa, al compararlo con rasgos ascéticos de otras religiones. Este clima histórico se refiere a la piedad popular del siglo XIX y principios del XX y se presenta como si el dolor tuviera valor de expiación a los ojos de Dios. En el origen de este modo de sentir está una cierta comprensión de la pasión de Jesús que tiene precedentes antiguos e ilustres, pero que asume la representativa del dolorismo católico moderno en la devoción al Sagrado Corazón de Jesús traspasado y coronado de espinas. En ella se propone en una versión interiorizada del sentido moderno de la Cruz…
«Doctrinalmente no se puede presentar como visión cristiana del sufrimiento lo que es una concepción desviada y morbosa… El “dolorismo”… es una desviación espiritual en la que a veces se mezcla algo de masoquismo inconsciente. El “dolorismo” llega a concebir el dolor, aceptado y provocado, como un fin digno de ser buscado por sí mismo… Al final el “dolorismo” hace del cristiano uno de los faquires que se tienden en sus lechos de clavos» (674-675).
La verdadera teología y espiritualidad del sufrimiento, a la luz de la fe católica, ilumina con la Revelación divina el gran misterio del dolor humano. No hablaré de «faquires», ni de tendencias masoquistas hacia el dolor –una vez más hallamos el terrorismo verbal en la difusión de los errores–, sino que intentaré exponer sencillamente la fe católica sobre la participación de los cristianos en la cruz de Cristo.
La vocación y misión de los cristianos es exactamente la vocación y misión de Cristo, pues somos su Cuerpo y participamos en todo de la vida de nuestra Cabeza. Si como dice elCatecismo (607), en Jesús «su Pasión redentora es la razón de ser de su Encarnación», habrá que afirmar lo mismo de los cristianos: somos nosotros corderos en el Cordero de Dios que fue enviado para quitar el pecado del mundo. Somos en Cristo sacerdotes y víctimas, pues participamos del sacerdocio de la Nueva Alianza, en el que sacerdote y víctima se identifican. «Para esto fuisteis llamados, ya que también Cristo padeció por vosotros, y él os dejó ejemplo para que sigáis sus pasos» (1Pe 2,21; cf. Jn 13,15). Nacemos, pues, a la vida cristiana yapredestinados a «completar en nuestra carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo en favor de su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24).
¿Tiene esto algo que ver con el «dolorismo» morboso, tan «ampliamente inscrito en el lenguaje cristiano», partiendo ya del Poema del Siervo doliente de Isaías? ¿Profesando esas verdades de la fe caeremos en el gran peligro que hay en «la devoción al Crucifijo»? ¿Nos perderemos en las nieblas oscurantistas del «dolorismo católico moderno en la devoción al Sagrado Corazón de Jesús traspasado y coronado de espinas» (Sta. Margarita María de Alacoque, San Claudio La Colombière, la encíclica Miserentissimus Redemptor, de Pío XI, 1928, «sobre la expiación que todos deben al Sagrado Corazón de Jesús»)?… En fin, tendremos que fiarnos de la Palabra de Dios y de su Iglesia. Y que sea lo que Dios quiera.
El Misterio Pascual une absolutamente muerte y resurrección en Cristo, y es la causa de la salvación del mundoYa la misma Cruz es gloria de Cristo: alzado de la tierra, atrae a todos hacia sí (Jn 12,32); de su costado abierto por la lanza mana sangre y agua, los sacramentos de la Iglesia, y así nace la nueva Eva; al morir, «entrega su espíritu» (Mt27,50), y lo entrega no solo porque «expira», sino porque comunica a la Iglesia el Espíritu Santo, el que nos hace hijos de Dios. «Entregado por nuestros pecados, fue resucitado para nuestra justificación» (Rm 4,25).
En esta misma clave pascual se desarrolla toda la vida cristiana: participando en la Cruz de Cristo, participamos en su Resurrección gloriosa. No hay otro modo posible. No hay escuela de espiritualidad que sea católica y que no se fundamente en este Misterio Pascual: cruz en Cristo y resurrección en Cristo. Sin tomar la cruz sobre nosotros, la misma cruz de Cristo, es decir, sin perder la propia vida, no podemos seguir al Salvador, no podemos ser cristianos (Lc 9,23-24). Sin despojarnos del hombre viejo (en virtud de la Pasión de Cristo), no podemos revestirnos del hombre nuevo (en gracia de su resurrección) (Ef 4,22-24). En cambio, alcanzamos por gracia la maravilla de esa vida nueva sobrehumana, divina, celestial, tomando la cruz y matando en ella al hombre viejo, carnal y adámico. Todas éstas son enseñanzas directas del mismo Cristo y de los Apóstoles.
–San Pablo, que no presume de ciencia alguna, sino de conocer «a Jesucristo, y a éste crucificado» (1Cor 2,2), es el Apóstol que más desarrolla «la doctrina de la cruz de Cristo» (1,18), sabiduría de Dios, locura de Dios, escándalo para los judíos, absurdo para los gentiles, fuerza y sabiduría de los cristianos (1,20-25).
«Por muchas tribulaciones nos es preciso entrar en el reino de Dios» (Hch 14,22). Perseguidos por el mundo, «llevamos siempre en el cuerpo la muerte de Cristo, para que la vida de Jesús se manifieste en nuestro tiempo. Mientras vivimos, estamos siempre entregados a la muerte por amor de Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste también en nuestra carne mortal» (2Cor 4,8-11). Por tanto, «si los sufrimientos de Cristo rebosan en nosotros, gracias a Cristo rebosa en proporción nuestro ánimo» (1,5). «Estoy crucificado con Cristo y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí. Y aunque al presente vivo en la carne, vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí» (Gál 2,19-20). Por eso concluye el Apóstol, «jamás me gloriaré en algo que no sea en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo» (6,14).
–San Agustín, con todos los Padres antiguos, comenzando por San Ignacio de Antioquía, tambiénexplica la vida cristiana como participación continua en la muerte y la resurrección de Cristo, nuestra Cabeza. Esto significa que las cruces nuestras son verdaderamente Cruz de Cristo, son como astillas del madero de la cruz, y participan de todo su mérito y fuerza santificante en favor de nosotros y del mundo entero.
«Jesucristo, salvador del cuerpo, y los miembros de este cuerpo forman como un solo hombre, del cual él es la cabeza y nosotros los miembros. Uno y otros estamos unidos en una sola carne, una sola voz, unos mismos sufrimientos; y cuando haya pasado el tiempo de la iniquidad, estaremos también unidos en un solo descanso. Por tanto, la pasión de Cristo no se limita únicamente a Cristo… Si te cuentas entre los miembros de Cristo, cualquier cosa que tengas que sufrir por parte de quienes no son miembros de Cristo, era algo que“faltaba a los sufrimientos de Cristo” [por su cuerpo, que es la Iglesia: Col 1,24].
«Por eso se dice que “faltaba”, porque estás completando una medida, no desbordándola. Lo que sufres es solo lo que te correspondía como contribución de sufrimiento a la totalidad de la pasión de Cristo, que padeció como cabeza nuestra y sufre en sus miembros, es decir, en nosotros mismos.
«Cada uno de nosotros aportamos a esta especie de común república nuestra lo que debemos de acuerdo con nuestra capacidad, y en proporción a las fuerzas que poseemos, contribuimos con una especie de canon de sufrimientos. No habrá liquidación definitiva de todos los padecimientos hasta que haya llegado el fin del tiempo» (Comentario Salmo 61).
–La Liturgia nos enseña diariamente que vivimos siempre de la virtualidad santificante de la cruz y de la resurrección de Jesús, el cual, «muriendo, destruyó nuestra muerte; y resucitando, restauró la vida» (Pref. I de Pascua). En Cristo y con Él tenemos por misión propia «ofrecer nuestros cuerpos como hostia viva, santa y grata a Dios» (Rm 12,1). Gran misterio. En Cristo y como Él, los cristianos somos sacerdotes y víctimas ofrecidas para la salvación de la humanidad. Y esta vocación victimal, propia de todos los cristianos, se da especialmente en sacerdotes y religiosos (un San Pío de Pietrelcina), así como también en cristianos laicos especialmente elegidos por Dios como víctimas (una Marta Robin).
Juan Pablo II, en medio de un mundo descristianizado, que se avergüenza de la Cruz, de la cruz de Cristo y de los cristianos, que ridiculiza la genuina espiritualidad católica de la Cruz, calificándola de dolorista, que niega el valor redentor del sufrimiento, reafirma con toda la Tradición católica en su carta apostólica Salvifici doloris (11-II-1984), que «el Evangelio del sufrimiento significa… la revelación del valor salvífico del sufrimiento en la misión mesiánica de Cristo y después en la misión y vocación de la Iglesia» (25).
«En la cruz de Cristo no solo se ha cumplido la redención mediante el sufrimiento, sino que el mismo sufrimiento humano ha quedado redimido… El Redentor ha sufrido en vez del hombre y por el hombre. Y ahora todo hombre tiene su participación en la redención. Cada uno está llamado también a participar en ese sufrimiento mediante el cual se ha llevado a cabo la redención… Llevando a efecto la redención mediante el sufrimiento, Cristo ha elevado al mismo tiempo el sufrimiento humano a nivel de redención. Consiguientemente, todo hombre, en su sufrimiento, puede hacerse también partícipe del sufrimiento redentor de Cristo» (19).
«La cruz de Cristo arroja de modo muy penetrante luz salvífica sobre la vida del hombre y, concretamente, sobre su sufrimiento, porque mediante la fe lo alcanza junto con la resurrección: el misterio de la pasión está incluido en el misterio pascual. Los testigos de la pasión de Cristo son a la vez testigos de su resurrección. Como escribe San Pablo: “para conocerle a Él y el poder de su resurrección y la participación en sus padecimientos, conformándome a Él en su muerte por si logro alcanzar la resurrección de los muertos” (Flp 3,10-11)
«A los ojos del Dios justo, ante su juicio, cuantos participan en los sufrimientos de Cristo se hacen dignos de este reino. Mediante sus sufrimientos, éstos devuelven en un cierto sentido el infinito precio de la pasión y de la muerte de Cristo, que fue el precio de nuestra redención» (21). «Quienes participan de los sufrimientos de Cristo están también llamados, mediante sus propios sufrimientos, a tomar parte en la gloria… Pues “somos coherederos de Cristo, supuesto que padezcamos con Él, para ser con Él glorificados” (Rm 8,17)» (22).
Con el favor de Dios, seguiremos considerando a la luz de la fe católica el misterio de la Cruz en los cristianos.

José María Iraburu, sacerdote


La Cruz gloriosa –IV. La Cruz en los cristianos. y 2

 por José María Iraburu










–¿Y cómo participamos nosotros de la Cruz de Cristo?
–Lea con atención y conozca la verdad, aunque solo sea de oídas.
Toda la vida cristiana es una continua participación en la Cruz y en la Resurrección de nuestro Señor Jesucristo. Cada instante de vida sobrenatural cristiana es pascual: está causado por el Espíritu Santo, que por la gracia nos hace participar en la muerte y en la vida del Misterio pascual de Cristo. Sin tomar la cruz, no podemos seguir a Cristo, no podemos ser cristianos. Sin participar de su Pasión, no podemos ser vivificados por su Resurrección. Merece la pena que consideremos esta realidad central de la espiritualidad cristiana en –el Bautismo, –la Eucaristía, –la Penitencia, –el bien que hacemos, –el mal que sufrimos, y también en –las penitencias voluntariamente asumidas por mortificación. Así es como participamos de la Cruz vivificante de nuestro Señor Jesucristo.

–En el Bautismo, uniéndonos sacramentalmente a la Cruz de Cristo, morimos al pecado original, y en virtud de su Resurrección, nacemos a una vida nueva. Así lo entendió la Iglesia desde el principio.
«¿Ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos con él sepultados por el bautismo en su muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rm 6,3-4; cf. Col 2,12-13).
–En la Eucaristía hallamos los cristianos la participación más cierta, más plena y santificante en la Cruz de Cristo. Es en la Santa Misa donde nuestras cruces personales, uniéndose a la cruz del Salvador, reciben toda su fuerza santificante y expiatoria. Es en la Eucaristía donde Cristo, por la fuerza de su Cruz, nos fortalece para que debilitemos y matemos al hombre viejo y carnal; y por la fuerza de su Resurrección, nos da nuevos impulsos de gracia que acrecientan al hombre nuevo y espiritual. Es en la Eucaristía donde, así como en el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Jesús, también nosotros nos vamos transfigurando en Cristo progresivamente. Con toda razón, pues, enseña la Iglesia que la Eucaristía es «fuente y cumbre de toda la vida cristiana» (LG 11a).
–En la Penitencia sacramental, cada vez que el pecado disminuye nuestra vida de gracia o nos la quita, de nuevo la Cruz y la Resurrección del Salvador nos hacen posible morir al pecado y renacer a la vida. Una oración del Ritual de la penitencia lo expresa así:
«Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y la resurrección de su Hijo, y derramó el Espíritu Santo para el perdón de los pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia el perdón y la paz. Y yo te absuelvo + … La pasión de nuestro Señor Jesucristo, laintercesión de la Bienaventurada Virgen María y de todos los santos, el bien que hagas y el mal que puedas sufrir, te sirvan como remedio de tus pecados, aumento de gracia y premio de vida eterna. Amén».
–En todo el bien que hacemos participamos de la cruz de Cristo, porque sin tomarla, no podríamos seguirle y vivir su vida (Lc 9,29). El cristiano toma cada días la cruz en todos los bienes que hace, y esto es así por una razón muy sencilla. En cada uno de nosotros coexisten el hombre carnal y el hombre espiritual, que tienen deseos contrarios, tendencias absolutamente inconciliables: «la tendencia de la carne es muerte, pero la del espíritu es vida y paz… Si vivís según la carne, moriréis; mas si con el espíritu mortificáis las obras de la carne, viviréis» (Rm 8,4-13).
Por tanto, en cada obra buena, meritoria de vida eterna, en cada instante de vida de gracia, es la Cruz de Jesús la que nos permite morir a la inclinación de la carne, y es su Resurrección la que nos mueve eficazmente a la obra buena y santa. Cruz y Resurrección son inseparables en Cristo y en nuestra vida. Sin cruz, sin muerte, no hay acceso a la vida en Cristo; es imposible. Pero también es imposible que la participación en la cruz no cause en nosotros vida y resurrección. Podemos comprobar esta verdad grandiosa en algunos ejemplos.
–Dar una limosna requiere negar el egoísmo de la carne (Cruz), para poder afirmar el amor de la vida fraterna (Resurrección). Un matrimonio, por ejemplo, renuncia a gastar 3.000 euros en un precioso viaje de vacaciones, que ya tenía proyectado (muerte), para poder pagarle a una pariente el arreglo necesario de su dentadura, presupuestado en 3.000 euros (vida). Así es la cosa: solo de la Cruz («mi cuerpo que se entrega») brota la donación, la entrega, la limosna. Es cierto que si esa obra buena se realiza con una caridad inmensa, apenas se notará el dolor de la cruz, solo el gozo: «Dios ama al que da con alegría» (2Cor 9,7). En cambio, si el amor es pequeño, dolerá no poco la cruz de la donación. Y son precisamente los actos intensos de la virtud, los que, movidos por la gracia, dan mayor crecimiento a las virtudes. En todo caso, esté la caridad más o menos crecida, cueste más o menos esa limosna, lo que es cierto es que toda entrega, toda donación está causada (causa ejemplar y causa eficiente) por la pasión y la resurrección de Cristo.
–Perseverar en la oración es con frecuencia una penalidad muy grande para el hombre carnal (Cruz), y es vida y gracia para el hombre espiritual (Resurrección). Por tanto, sólo es posible perseverar en la oración porque Cristo murió y resucitó por nosotros. Concretando más el ejemplo: para un cristiano que solamente puede ir a Misa los días de labor si asiste a ella temprano, el acostarse pronto por la noche, privándose de conversación, lectura, TV o lo que sea (Cruz), es condición necesaria para participar en la Eucaristía diariamente (Resurrección). El tiempo es limitado, 24 horas cada día: sin quitar tiempo de un lado (negación) es imposible ponerlo en otro (afirmación).
–Decir la verdad en este mundo pecador, y también en un ambiente de Iglesia descristianizada, en el que abundan más los errores que la verdad, es imposible sin aceptar hostilidades muy penosas (Cruz); pero aceptándolas podremos iluminar a nuestros hermanos con la alegría de la verdad (Resurrección). Está muy claro que quien no ame de todo corazón la Cruz de Cristo no sería capaz de predicar el Evangelio. (Por eso el Evangelio es tan escasamente predicado).
Sin amor a la cruz es imposible discernir la voluntad de Dios. Sin amor a la cruz es imposible conocer la propia vocación; es imposible concretamente que haya vocaciones a dejarlo todo y seguir a Cristo, sirviéndole en los hermanos. Sin amor a la Cruz es imposible que una joven de hoy vista decentemente. Es imposible vivir el Evangelio de la pobreza. Es imposible librarse de las tentaciones continuas del consumismo y de la lujuria. Es inevitable que confundamos nuestra voluntad con la de Dios, aunque ésta sea muy distinta. Es la cruz el árbol que da frutos más abundantes y dulces. Es la cruz la llave que nos abre la puerta a un vida nueva en Cristo Resucitado, a una vida maravillosa, que excede con mucho a todos nuestros sueños.
Por tanto, siempre que pecamos rechazamos la Cruz de Cristo, y no dejamos que ella mortifique al hombre viejo y carnal, haciendo posible la obra buena. Siempre que pecamos despreciamos la Sangre de Cristo, hacemos estéril en nosotros su Pasión, nos avergonzamos del Crucificado, lo rechazamos. Por eso exhorta el Apóstol:
«mortificad vuestros miembros terrenos, la fornicación, la impureza, la liviandad, la concupiscencia y la avaricia… Despojáos del hombre viejo con todas sus obras (Cruz), y vestíos del nuevo (Resurrección)» (Col 3,5-10). Así es como el Padre «nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido, por cuya sangre hemos recibido la redención, el perdón de los pecados» (1,13-14).
–En todo el mal que padecemos participamos de la Cruz de Cristo, con toda su virtualidad santificante y expiatoria… Y esto se cumple diariamente a través de las innumerables penas que sufrimos en este valle de lágrimas, penas corporales, espirituales, psicológicas, de convivencia, de trabajo, sin culpa, con culpa, pasajeras, crónicas, ocultas, espectaculares, enormes, triviales…Todas ellas han de servirnos, gracias a la Cruz de Cristo, para expiación de nuestros pecados y para crecimiento en la gracia y en el premio de la vida eterna.
Por eso es importantísimo que aceptemos todas y cada una de nuestras cruces libre, amorosa, esperanzadamente. Que en modo alguno vivamos nuestras cruces como algo malo, negativo, inútil, estéril, frustrante. Si veneramos la Cruz de Cristo, veneremos también nuestras cruces, pues son penas que la Providencia divina dispone en nuestras vidas para «completar la Pasión de Cristo» (Col 1,24) y para nuestra santificación.
En todo mal que padecemos, éstas son las verdades principales que nos ayudan a aceptar las cruces.
1. Queremos colaborar con Cristo en la salvación del mundo, completando en nuestro cuerpo lo que falta a su Pasión por su Cuerpo, que es la Iglesia (Col 1,24). Queremos «ayudarle a Cristo a llevar la cruz», aunque en realidad es Él quien nos conforta para que podamos llevar la nuestra.










2. Reconocemos en todos los sucesos de cada día, gratos o dolorosos, la voluntad de Dios, y queremos hacerla nuestra. Ya estudiamos este tema (135-136). En cada momento de nuestra vida queremos hacer la voluntad de Dios providente, y no la nuestra propia. Cuando la voluntad divina nos es penosa, no dudamos en tomar la cruz, convencidos de que «todas las cosas colaboran al bien de los que aman a Dios» (Rm 8,28). Estamos seguros de que, como dice Santo Tomás, «todo está sometido a la Providencia, no solamente en general, sino en particular, hasta el menor detalle» (STh I, 22,2). En todo vemos la mano de Dios, y la besamos con amor.
3. Nuestras cruces son Cruz de Cristo, y por eso las aceptamos incondicionalmente. Si nosotros somos su Cuerpo, nuestras cruces son cruces suyas, y por tanto son cruces santas, santificantes y venerables. En el artículo anterior cité a San Agustín: Cristo y nosotros «estamos unidos en una sola carne y en unos mismos sufrimientos». Y cité también a Juan Pablo II: estamos llamados «a participar en ese sufrimiento [de Cristo] mediante el cual se ha llevado a cabo la redención… Todo hombre, en su sufrimiento puede hacerse partícipe del sufrimiento redentor de Cristo» (Salvifici doloris 19).
4. Las cruces que sufrimos tienen un inmenso valor santificante y expiatorio para nosotros y para toda la comunión de los santos, y por eso las aceptamos de toda voluntad. De tal modo los santos conocían el valor santificante de las cruces, que no las temían, sino que las deseaban y pedían, estimándolas como lo más precioso de sus vidas –sujetándose al pedirlas, por supuesto, a lo que la Providencia divina dispusiera–. He de volver en otro artículo más ampliamente sobre este tema, haciendo antología de los escritos de los santos. Pero adelanto aquí algunos textos:
Santa Teresa de Jesús (+1582): «Señor, o morir o padecer; no os pido otra cosa para mí» (Vida40,20). «Gran cosa es entender lo mucho que se gana en padecer por Dios» (34,16). Es argumento frecuente en sus cartas: «Si consideramos el camino que Su Majestad tuvo en esta vida, y todos los que sabemos que gozan de su reino, no habría cosa que más nos alegrase que el padecer» (Cta. 56, 11-V-1973). «Dios nos dé mucho en qué padecer, aunque sean pulgas y duendes y caminos» (Cta.47, VI-1974). «Cada día entiendo más la merced que me hace el Señor en tener entendido el bien que hay en padecer» (Cta. 298, 17-IX-1980).
San Claudio La Colombière (+1682): en el cielo «nos reprocharemos a nosotros mismos el habernos quejado de lo que debería aumentar nuestra felicidad… Y si un día han de ser ésos nuestros sentimientos ¿por qué no entrar desde hoy en una disposición tan feliz? ¿Por qué no bendecir a Dios en medio de los males de esta vida, si estoy seguro de que en el cielo le daré por ellos gracias eternas?» (El abandono confiado en la Providencia divina 2).
5. Recordemos bien que nuestras culpas son siempre mucho mayores que las penas que nos oprimen, y eso nos ayudará mucho a la hora de aceptar las cruces personales. El Señor «no nos trata como merecen nuestros pecados, ni nos paga según nuestras culpas» (Sal 102,10). Y por otra parte, “los sufrimientos de ahora no son nada en comparación con la gloria que un día ha de manifestarse en nosotros” (Rm 8,18).¿Habrá algún cristiano que niegue estas verdades?
Algunos consejos para asegurar la aceptación diaria de las cruces.
1. De ningún modo experimentemos nuestras cruces como si fueran algo puramente negativo, como si no tuvieran valor alguno, como si nada bueno pudiera salir de ellas, como si no nos las mereciésemos, quejosos ante Dios y ante los hombres: «qué asco, qué rabia, qué miserable situación». Una cosa es que sintamos dolor por nuestras penas, y otra muy distinta es que con-sintamos en nuestra tristeza, autorizándonos a estar tristes y alegando que tenemos causas sobradas para ello. Tengamos en esto mucho cuidado, pues «la tristeza según el mundo produce la muerte» (2Cor 7,10). En cambio, la alegría cristiana ha de ser permanente, en la prosperidad y en la adversidad: «alegráos, alegráos siempre en el Señor» (Flp 4,4).
El discípulo de Cristo ha de rechazar enérgicamente, con la gracia de Dios, los sentimientos estables de negatividad ante ciertas realidades penosas de su vida. De otro modo, más o menos consciente y culpable, estará rechazando la Cruz de Cristo: se avergüenza de ella, estima que la cruz, concretamente su cruz, es una miseria lamentable, inútil, que debe ser eliminada cuanto antes, por el medio que seaEste error terrible y frecuentísimo hace que perdamos o disminuyamos miserablemente los méritos más preciosos de nuestra vida.
Recuerdo el caso de una religiosa de clausura que en el locutorio se me quejaba amargamente de su Priora: «como no se fía de la Providencia, nos hace trabajar mucho, lo que nos quita tiempo para la oración. Es muy influenciable, y cambia de criterio cada dos por tres, lo que altera la vida de la comunidad», etc. Detrás de todas estas numerosas quejas se entendía que había una convicción clara: «es muy difícil que con una Priora así podamos ir adelante en la vida de la perfección». Por lo visto, mientras la Providencia no les quite las cruces que la Priora ocasiona, es para ellas imposible crecer en santidad… Asombroso. Esta bendita monja, después de veinte o treinta años de vida monástica, aún no le ve a las cruces ninguna gracia. Ninguna. Está convencida de que sin esas cruces podrían santificarse mucho mejor. Qué espanto. Y habla piadosamente, como con ansias de santidad.
2. Es muy importante que localicemos en nuestra vida personal las cruces que experimentamos como «negatividades» (–), para positivizar cada una de ellas (+), integrándolas en la Cruz misma de Cristo. Después de todo el signo de la cruz es el signo «más», el signo positivo por excelencia.Hemos de revisar, pues, atentamente cuáles son nuestras penas más habituales para, reconociendo en ellas la Cruz del Señor, la que nos salva, hacerlas realmente «nuestras» por la aceptación de la voluntad de Dios providente. De otro modo, las penas que rechazamos con amargura y protesta no son nuestras propiamente, sino que las padecemos como puede padecer su dolor un perro apaleado o enfermo.
3. Hay penas «limpias» –sin culpa propia o ajena que las cause– y penas «sucias» –causadas por culpa propia o ajena–. Sin duda alguna, son las penas sucias las que más nos cuesta llevar con aceptación y paciencia. Pues bien, todas las penas, limpias o sucias, han de ser positivizadas, con la gracia de Dios, por la conformidad con la Providencia divina. Todas. Y advirtamos desde el principio que la Cruz de Cristo fue ciertamente una pena sucia, la más sucia posible, toda ella hecha de pecado: traición de Judas, abandono de los discípulos, ceguera del Sanedrín, cobardía de Pilatos… Y en ella se realizó la obra de la redención.









Ejemplos de cruces limpias.
Sufro una enfermedad cerebral, que me ha dejado débil y desmemoriado. (–) Es realmente una miseria. Según me dicen los médicos, no hay medicina que sane mi dolencia, y probablemente, aunque poco a poco, irá a peor. Qué mala suerte, qué asco. (+) Alabado sea Jesucristo que, a mí, incapaz de mortificaciones voluntarias, me da con todo amor, en su peso y grado justos, esta cruz no pequeña. Así estoy colaborando con la obra de la Redención mía y de todos.
Soy fea, irremediablemente fea, y nadie me busca ni aprecia, porque además esta fealdad me ha causado una timidez insuperable. (–) Qué vida tan triste me ha tocado. Pasan los años, y me veo siempre en la misma miseria. Estoy sola, completamente sola. (+) El Señor me ama inmensamente, y me ha dado una vocación de ermitaña en medio del mundo. Sin el prestigio espiritual de ser ermitaña, de hecho, «mi vida está escondida con Cristo en Dios» (Col 3,3). Doy gracias a Dios que me ha configurado un poquito al Siervo de Yahvé: «no hay en él hermosura que atraiga las miradas, despreciado, habituado al sufrimiento, tenido en nada» (Is 53)… De muchas tentaciones me ha librado el Señor por mi fealdad. Bendita es la belleza y bendita la fealdad: bendita es siempre la voluntad de Dios providente.
Ejemplos de cruces sucias.
Porque mi hermana es una irresponsable, yo tengo que trabajar el doble (cruz sucia por culpa ajena). (–) Es indignante. Se lo he dicho cien veces, y cuanto más se lo digo peor se porta. Mi vida es inaguantable… (+) Bendito sea Dios que, por la pereza de mi hermana, echa sobre mí la cruz de un trabajo abrumador. Dios me asiste con su gracia, y acepto la situación exactamente igual que como la aceptaría si mi hermana estuviera gravemente enferma y no pudiera trabajar nada. Digo lo de Santa Teresa: «si queréis que esté holgando, quiero por amor holgar. Si me mandáis trabajar, morir quiero trabajando… ¿Qué mándáis hacer de mí?»
Mis excesos en la bebida me han llevado a la cirrosis. Y ahora estoy sin trabajo y mi familia me trata como una carga inútil (cruz sucia por culpa propia). (–) No hay modo de sanarme; a lo más pueden aliviarme y prolongar un tanto mi vida, es decir, mi tormento. Es sencillamente desesperante. ¿Cómo no voy a estar amargado? (+) Gracias, Señor, que me concedes pagar por mis culpas en esta vida, y reducir así mi purgatorio. Siendo yo un pobre pecador, me concedes colaborar contigo en la obra de la Redención.
La aceptación de las cruces, positivizando sus negatividades, no impiden ni dificultan en modo alguno que se procure el remedio de sus causas –si es que tienen remedio y si es que está de Dios que sean superadas–, sino que de suyo facilitan el remedio grandemente. Si la hermana del primer ejemplo no se amarga, ni se queja, sino que mantiene toda su bondad y su paz hacia su hermana perezosa, sintiendo por ella no rabia, sino amor compasivo, hay muchas más probabilidades de que ésta finalmente se corrija y asuma sus deberes. Si el enfermo mantiene su buen ánimo, aumentan sin duda sus posibilidades de curación o de alivio. La aceptación de la cruz nunca disminuye la capacidad de remediar en lo posible los males que la causan, sino queacrecienta muchísimo la fuerza espiritual para enfrentarlos y superarlos, en cuanto ello sea posible.
«Los enemigos de la cruz de Cristo» (Flp 3,18), inspirados por el Padre de la Mentira, argumentan que el amor a la cruz solo vale para debilitar el esfuerzo que debe hacerse para superar los distintos males, la enfermedad, la injusticia social, etc. Pero eso es mentira. La cruz es infinitamente positiva. Es abnegación del egoísmo, es «entrega de la propia vida» por amor a los demás. Es paciencia y fortaleza en las situaciones más duras. Es la perseverancia en el buen empeño, aunque no se reciba por él ninguna gratificación sensible. Ésa es la cruz. Falsificaciones de la cruz puede haber muchas y distintas. Pero ésa es la verdadera cruz de Cristo en los cristianos. Por tanto, si algunos males se derivaran de la cruz, no será de su verdad, sino de su falsificación.
La cruz mantiene a los enfermos en paz y buen ánimo, aunque a veces estén con dolores y mal asistidos. La cruz guarda unidos a los esposos en una entrega mutua, incesante y generosa, que sabe perdonar. La cruz hace que los padres se dediquen abnegadamente al bien de los hijos, sin ahorrar por ellos ningún sacrificio. La cruz hace que un rico no se dedique simplemente a «pasarlo bien», sino a «pasar haciendo el bien» (Hch 10,38), entregándose a los demás con su trabajo y su fortuna. La cruz consigue que no se rompa la fraternidad en una familia a causa de una herencia, pues cada uno está mirando por el bien de los otros. La cruz hace que, cuando todos están amargados y desanimados por males sociales que parecen insuperables, haya hombres fuertes y esperanzados (Juan Bosco, Alberto Hurtado, Teresa de Calcuta y tantísimos más en la historia de la Iglesia), que con la fuerza de la caridad divina saquen adelante obras buenas humanamente inalcanzables.
Cualquier feligrés de santa vida cristiana que, ante un análisis clínico alarmante, 1) declara «que sea lo que Dios quiera», 2) cumplirá luego con buen ánimo todo lo que los médicos le indiquen para recuperar la salud. Y el cristiano ilustrado que entre lo uno 1) y lo otro 2) ve solamente una «contradicción necesaria» bien puede ser calificado de cristiano esquizofrénico, pues disocia morbosamente lo que está unido. Una vez más, los sabios y eruditos no entienden lo que comprenden perfectamente los pequeños y sencillos (Lc 10,21).
En las mortificaciones y penitencias voluntarias participamos también de la Cruz de Cristocolaborando con Él en nuestra salvación y en la del mundo. (Nota bene.–Llega a mis oídos el rechinar de dientes de «los enemigos de la cruz de Cristo». Oigo sus insultos tremendos. Y esto me hace seguir escribiendo con mayor entusiasmo, confirmado en la necesidad de decir la verdad católica sobre las penitencias voluntarias). Es un tema muy amplio, y me limitaré a citar algunas enseñanzas de Pablo VI en su maravillosa constitución apostólica Poenitemini (17-II-1966).
«Durante el Concilio, la Iglesia, meditando con más profundidad en su misterio… ha subrayado especialmente que todos sus miembros están llamados a participar en la obra de Cristo y, consiguientemente, a participar en su expiación» (2). «La penitencia –exigencia de la vida interior confirmada por la experiencia religiosa de la humanidad y objeto de un precepto especial de la Revelación divina– adquiere en Cristo y en la Iglesia dimensiones nuevas, infinitamente más vastas y profundas» (10).
«Cristo pasó cuarenta días y cuarenta noches en la oración y el ayuno», inaugurando así su vida pública (11). La metanoia «adquiere nuevo vigor por medio del sacramento de la penitencia… En la Iglesia el pequeño acto penitencial impuesto a cada uno en el sacramento, se hace partícipe de forma especial de la infinita expiación de Cristo, al paso que, por una disposición general de la Iglesia, el penitente puede unir a la satisfacción sacramental todas sus demás acciones, padecimientos y sufrimientos» (16).
«El carácter eminentemente interior y religioso de la penitencia, no excluye ni atenúa en modo alguno la práctica externa de esta virtud» (18). «La verdadera penitencia no puede prescindir en ninguna época de la ascesis física. Todo nuestro ser, cuerpo y alma, debe participar activamente en este acto religioso… Este ejercicio de la mortificación del cuerpo –ajeno a cualquier forma de estoicismo [o de dolorismo]– no implica una condena de la carne que el Hijo de Dios se dignó asumir. Al contrario, la mortificación mira por la “liberación” del hombre, que con frecuencia se encuentra, por causa de la concupiscencia, casi encadenado por la parte sensitiva de su ser. Por medio del “ayuno corporal” el hombre adquiere vigor y “la herida producida en la dignidad de nuestra naturaleza por la intemperancia queda curada por la medicina de una saludable abstinencia” (Or. viernes I sem. de Pascua)» (19).
«En el Nuevo Testamento y en la Historia de la Iglesia –aunque el deber de hacer penitencia esté motivado sobre todo por la participación en los sufrimientos de Cristo– se afirma, sin embargo, la necesidad de la ascesis que castiga el cuerpo y lo reduce a esclavitud, con particular insistencia para seguir el ejemplo de Cristo» (20). En este punto hace el Papa una antología de enseñanzas de Cristo, de San Pablo y de antiguos documentos de la Iglesia.
En fin, los cristianos participamos y hacemos nuestra la gloriosa Cruz de Cristo en –el Bautismo, –la Eucaristía, –la Penitencia sacramental, –todo el bien que hacemos, –todo mal que padecemos y –en las penitencias voluntariamente procuradas.
Bendigamos a nuestro Señor Jesucristo que, enseñándonos el camino sagrado de la Cruz, nos hace posible seguirlo, ser discípulos suyos y colaborar en la obra de la Redención del mundo.
José María Iraburu, sacerdote

La Cruz gloriosa –V. La devoción cristiana a la Cruz. por José María Iraburu sacerdote

 

 


 



 

 


–«En la cruz está la vida y el consuelo,
–y ella sola es el camino para el cielo».
Es una gracia de Dios muy grande entender y vivir que toda la vida cristiana es una participación continua en el pasión y la resurrección de Cristo, como ya vimos (140), y que todo lo que integra esa vuda –el bautismo, la penitencia, la eucaristía, la penitencia, el hacer el bien y el padecer el mal–, todo forma una unidad armoniosa, en la que unas partes y otras se integran y potencian mutuamente, teniendo siempre al centro, como fuente y plenitud, la pasión y resurrección de Cristo (Vat. II: SC 5-6). Y sin embargo…
–Hoy son muchos los cristianos que en uno u otro grado se han hecho «enemigos de la Cruz de Cristo» (Flp 3,18), de la cruz de Cristo y de la cruz de los cristianos, que es la misma.
En nuestro tiempo hay una alergia morbosa al sufrimiento. Los mismos psiquiatras y psicólogos, como F. J. J. Buytendijk, estiman que se trata de unmal de siêcle de la humanidad actual:

«El hombre moderno se irrita contra muchas cosas que antes admitía serenamente. Se indigna contra la vejez, contra la enfermedad larga, contra la muerte, pero desde luego contra el dolor. El dolor no debe existir… Se ha originado una algofobia que en su desmesura se ha convertido incluso en una plaga y tiene por consecuencia una pusilanimidad que acaba por imprimir su sello a toda la vida» (El dolor: psicología, fenomenología, metafísica, Rev. Occidente, Madrid 1958, 20).
En teología se dicen muchas ambigüedades y errores sobre la Cruz, como ya lo vimos citando textos de varios autores (136-137): Dios no quiso la muerte de Cristo, no exigió Dios el sacrificio de la Cruz para expiar por el pecado del mundo, la pasión no era parte integrante de la misión de Jesús, ni el cumplimiento de un plan providencial eterno, Cristo murió porque lo mataron los poderosos de su tiempo, hemos de tener cuidado con «el peligro dolorista de la devoción al Crucifijo» (sic), etc. Hasta llegar, en el extremo de ese camino de errores, a la blasfemia suprema: «La cruz no nos salva», «¡Maldita cruz!»
Muchos cristianos rechazan su condición de sacerdotes-víctimas en Cristo. Consideran un mérito del Vaticano II insistir en la antigua verdad del sacerdocio común de los fieles (1Pe 2,5; Apoc 1,6), pero aplican esa condición únicamente a ciertas participaciones exteriores en la liturgia. No aceptan en cambio su vocación a participar en su vida de la Cruz de Cristo, siendo con Él sacerdotes y víctimas expiatorias.
Pío XII: «aquella frase del Apóstol, “tened los mismos sentimientos de Cristo Jesús” (Flp 2,5) exige de todos los cristianos que, en la medida de sus posibilidades, reproduzcan en su interior las mismas disposiciones que tenía el divino Redentor cuando ofrecía el sacrificio de sí mismo… Les exige que asuman en cierto modo la condición de víctimas, que se nieguen a sí mismos, conforma las normas del Evangelio, que espontánea y libremente practiquen la penitencia, arrepintiéndose y expiando los pecados. Exige en fin que todos, unidos a Cristo, muramos físicamente en la cruz, de modo que podamos hacer nuestra aquella palabra de San Pablo: “estoy crucificado con Cristo” (Gál 2,19)» (enc. Mediator Dei 1947,1001).
Tampoco aceptan que los cristianos hayamos de practicar la penitencia libremente procurada. Más bien estiman, como Lutero, que esa pretensión dolorista de «completar» la Pasión de Cristo es una desviación del cristianismo genuino. Así lo reconoce Pablo VI cuando dice: «no podemos menos de confesar que esa ley [de la penitencia] no nos encuentra bien dispuestos ni simpatizantes, ya sea porque la penitencia es por naturaleza molesta, pues consitutye un castigo, algo que nos hace inclinar la cabeza, nuestro ánimo, y aflige nuestras fuerzas, ya sea porque en general falta la persuasión» de su necesidad y eficacia espiritual.
«¿Por qué razón hemos de entristecer nuestra vida cuando ya está llena de desventuras y dificultades? ¿Por qué, pues, hemos de imponernos algún sufrimiento voluntario añadiéndolo a los muchos ya existentes?… Acaso inconscientemente vive uno tan inmerso en un naturalismo, en una simpatía con la vida material, que hacer penitencia resulta incomprensible, además de molesto»(28-II-1968).
–Pero el cristianismo sin Cruz es una enorme falsificación del Evangelio: es falso, triste e infecundo. Por el contrario, los cristianos light piensan que el cristianismo con cruz, el verdadero, es duro, carente de misericordia, arcaico, completamente superado, y por tanto falso.
Algunos moralistas católicos, estiman, p.ej., que una doctrina moral no puede ser verdadera si en ocasiones implica cruz. Aplican esto, p.ej., a la moral conyugal, a la anticoncepción, a la posibilidad de divorcio o de acceso a la comunión de los divorciados, etc. Y para justificar su engaño se atreven a citar piadosamente las palabras de Cristo: «prefiero la misericordia al sacrificio» (Mt 9,13). Ante ciertos casos extremos –que hoy no son extremos, sino relativamente frecuentes– dirán:«a un casado joven como tú, abandonado por su esposa, Dios no le puede pedir que se mantenga célibe desde los treinta años hasta la muerte. Arregla, pues, tu vida con una buena esposa, y rehaz tu vida, pues Dios es bueno, nos ama, y quiere que seamos felices. Tenemos derecho a la felicidad». Son todas ellas palabras del diablo, padre de la mentira. Presenta un cristianismo pelagiano o semipelagiano, en el que Dios más que dar, lo que hace una y otra vez es pedir al hombre, según ya vimos (64). La verdadera moral católica sigue, en cambio, justamente un criterio contrario: no reconoce como genuina ninguna doctrina o espiritualidad cristiana que no implique claramente la Cruz de Cristo.
Ciertos pastores de la Iglesia-sin-cruz predican «con gran prudencia», procurando «guardar su vida» y su consideración ante el mundo, evitando absolutamente todo lo que pudiera producir un choque frontal contra él, una persecución martirial. Alegan que ésa es la moderación prudente que deben seguir en conciencia, para resguardar su prestigio social y poder servir eficazmente la Iglesia que el Señor les ha confiado. Y los políticos cristianos-sin-cruz siguen su ejemplo. Y lo mismo los teólogos, y los maestros y profesores. Y los padres de familia. Etc. Está claro: la caridad a la Iglesia manda evitar como sea el martirio… Es la clásica «sistemática evitación semipelagiana del martirio» que ya he caracterizado suficientemente (63).
El cristianismo sin Cruz es una miserable falsificación del Cristianismo. No hay en él conversiones, ni martirios, ni hijos, ni vocaciones, ni misiones, ni perseverancia vocacional en el matrimonio, el sacerdocio, la vida religiosa. No hay fuerza de amor para la generosidad y entrega en formas extremas, no hay impulso para obras grandes… Todo se hace en formas cuidadosamente medidas y tasadas, oportunistas y moderadas, sin el impulso de amor del Crucificado, que es locura y escándalo. Al cristianismo sin cruz le sucede lo que le ocurriría a un hombre si le quitáramos el esqueleto, alegando que ese montón de huesos es feo y triste: queda entonces privado el cuerpo de toda belleza, fuerza y armonía, reducido a un saco informe de grasa inmóvil.
La gloria suprema de la Cruz resplandece a lo largo de toda la vida de la Iglesia. Estemos ciertos de que es la Cruz de Cristo lo más atractivo y convincente del Evangelio. Continuamente estamos verificando en la acción apostólica la profecía de Cristo: cuando sea alzado en la Cruz, «atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32). La Cruz es la epifanía deslumbrante del amor de Dios uno y trino.
En el Nuevo Testamento miro solamente en San Pablo el amor a la Cruz. A los griegos, tan amantes de la ciencia, de la elocuencia y la cultura, les dice sinceramente: «yo, hermanos, llegué a anunciaros el testimonio de Dios no con sublimidad de elocuencia o de sabiduría, pues nunca entre vosotros me precié de saber cosas alguna, sino a Jesucristo, y éste Crucificado» (1Cor 2,1-2).
Los Apóstoles «predicamos a Cristo Crucificado, escándalo para los judíos, locura para los gentiles, pero fuerza y sabiduría de Dios para los llamados, ya judíos, ya griegos» (1,23-24). «Yo estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí. Y aunque al presente vivo en la carne, vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Gál 2,19-20). «En cuanto a mí, no quiera Dios que me gloríe sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo… Y que nadie me moleste, pues llevo en mi cuerpo las señales del Señor Jesús» (6,14-17). Quizá Pablo fue el primer estigmatizado de la historia.










La Liturgia de la Iglesia honra la Cruz en formas extremas. Manda, concretamente, que esté bien visible en el altar de la Santa Misa y que sea incensada en las celebraciones solemnes. Ordena que presida todos los actos litúrgicos, también las procesiones. Canta en sus celebraciones con alegría la gloria de la Cruz, considerándola como la obra más perfecta del amor de Dios Salvador. La Liturgia educa siempre a los fieles en esta contemplación amorosa de la Cruz, en la que reconoce la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte, sobre el mundo y el diablo. Ve en ella la causa permanente de todas nuestras victorias:In hoc signo vinces, y canta su elogio en preciosos himnos, especialmente en Viernes Santo o en La exaltación de la Santa Cruz (14 septiembre): Salve, crux sancta, salve mundi gloria; Signum crucis mirabile...
Pange, lingua, gloriosi - Lauream certaminis - Et super Crucis trophæo - Dic triumphum nobilem… Canta, lengua, el glorioso combate de Cristo, y celebra el noble triunfo que tiene a la Cruz como trofeo… Vexilla Regis prodeunt: - Fulget crucis mysterium… Los estandartes del Rey avanzan, y brilla misterioso el esplendor de la Cruz…
La fuerza santificante de la devoción a la Cruz y a la Pasión de Cristo viene enseñada por la Iglesia en muchas de las fiestas litúrgicas de los Santos de todas las épocas:
«Señor, tú que has enseñado a San Justino a encontrar en la locura de la cruz la incomparable sabiduría de Cristo» (1 junio). «Te rogamos nos dispongas para celebrar dignamente el misterio de la cruz, al que se consagró San Francisco de Asís con el corazón abrasado en tu amor» (4 octubre). «Oh Dios, que hiciste a Santa Catalina de Siena arder de amor divino en la contemplación de la Pasión de tu Hijo» (29 abril). «Concédenos, Señor, que San Pablo de la Cruz, cuyo único amor fue Cristo Crucificado, nos alcance tu gracia, para que estimulados por su ejemplo, nos abracemos con fortaleza a la cruz de cada día» (19 octubre).
La tradición de la Iglesia católica ha cultivado siempre la devoción al crucificado, en Oriente y Occidente, en la antigüedad y en la Edad Media, en el renacimiento, en el barroco y en los últimos siglos. Por eso la devoción a la Cruz es una de las más profundas de la espiritualidad popular, y está muy presente en todas las escuelas de espiritualidad. Traigo aquí algunos ejemplos.
–San Juan de Ávila (1500-1569) predicaba a los jesuitas: «Los que predican reformación de Iglesia,por predicación e imitación de Cristo crucificado lo han de hacer. Pues dos hombres escogió Dios para esto, Santo Domingo y San Francisco. El uno mandó a sus frailes que tuviesen en sus celdas la imagen de Jesucristo crucificado, por lo cual parece que lo tenía él en su corazón, y que quería que lo tuviesen todos. Y el otro fue San Francisco: su vida fue una imitación de Jesucristo, y en testimonio de ello fue sellado con sus llagas» (Plática 4 a los padres de la Compañía de Jesús).
«La pasión se ha de imitar, lo primero, con compasión y sentimiento, aun de la parte sensitiva y con lágrimas… Allende de la compasión de Jesucristo crucificado, debemos tener imitación, porque cosa de sueño parece llorar por Jesucristo trabajado y afrentado y huir el hombre de los trabajos y afrentas; y así debemos imitar los trabajos de su cuerpo con trabajar nosotros el nuestro con ayunos, disciplinas y otros santos trabajos… Y también lo hemos de imitar en la mortificación de nuestras pasiones… Lo postrero, hemos de juntarnos [con Él] en amor, y débesele más al Señor crucificado amor, y hase de atender más al amor con que padece que a lo que padece, porque de su corazón salen rayos amorosos a todos los hombres» (Modo de meditar la Pasión, en Audi filia de 1556).
San Pablo de la Cruz (1694-1775) escribía en una carta: por la devoción a «la Pasión de Jesucristo, su Divina Majestad hará llover en los corazones de todos las más abundantes bendiciones del cielo, y les hará gustar la dulzura de los frutos que produce la tierna, devota, constante, fiel y perseverante devoción a la divina santísima Pasión.
«Por tanto, este pobrecito que les escribe desea que quede bien arraigada esta devoción, y que no pase día sin que se medite alguno de sus misterios, al menos por un cuarto de hora, y que ese misterio lo lleven todo el día en el oratorio interior de su corazón y que a menudo, en medio de sus ocupaciones, con una mirada intelectual, vean al dulce Jesús […] ¡Un Dios que suda sangre por mí! ¡Oh amor, oh caridad infinita! ¡Un Dios azotado por mí! ¡Oh entrañable caridad! ¿Cuándo me veré todo abrasado de santo amor? Estos afectos enriquecen el alma con tesoros de vida y de gracia» (Carta a doña Agueda Frattini 25-III-1770).
San Alfonso María de Ligorio (1696-1787), fundador de los redentoristas, da la misma enseñanza espiritual: «El padre Baltasar Álvarez [jesuita] exhortaba a sus penitentes a que meditasen a menudo la Pasión del Redentor, diciéndoles que no creyesen haber hecho cosa de provecho si no llegaban a grabar en su corazón la imagen de Jesús Crucificado.
«“Si quieres, alma devota, crecer siempre de virtud en virtud y de gracia en gracia, procura meditar todos los días en la Pasión de Jesucristo”. Esto lo dice San Buenaventura, y añade: “ no hay ejercicio más a propósito para santificar tu alma que la meditación de los padecimientos de Jesucristo”. Y ya antes había dicho San Agustín que vale más una lágrima derramada en memoria de la Pasión, que ayunar una semana a pan y agua…
«Meditando San Francisco de Asís los dolores de Jesucristo, llegó a trocarse [estigmatizado] en serafín de amor. Tantas lágrimas derramó meditando las amarguras de Jesucristo, que estuvo a punto de perder la vista. Lo encontraron un día hechos fuentes los ojos y lamentándose a grandes voces. Cuando le preguntaron qué tenía respondió: “¡qué he de tener!… Lloro los dolores y las ignominias de mi Señor, y lo que me causa mayor tormento, añadió, es ver la ingratitud de los hombres que no lo aman y viven de Él olvidados”» (Meditaciones sobre la Pasión de Jesucristo I p., cp. preliminar).
–La devoción a la Cruz ha sido siempre una de las más arraigadas en el pueblo cristiano.Quiere el Señor y quiere la Iglesia que la Cruz se alce en los campanarios, presida la liturgia, aparezca alzada en los cruces de los caminos, cuelgue del cuello de los cristianos, presida los dormitorios, las escuelas, las salas de reunión, sea pectoral de los obispos y de personas consagradas, se trace siempre en los ritos litúrgicos de bendición y de exorcismo. Que la Cruz sea besada por los niños, por los enfermos, por los moribundos, por todos, siempre y en todo lugar, y que sea honrada en Cofradías dedicadas a su devoción. Que cientos de peregrinos, portando cruces, acudan a un Santuario. Que una y otra vez sea trazada la cruz de la frente al pecho y de un hombro al otro. Que la devoción a la Cruz sea reconocida, como siempre lo ha sido, la más santa y santificante.
Veneremos la Cruz de Cristo en nuestras vidas, lo mismo que veneramos su Cruz en el Calvario o en la Liturgia (140). «Ave Crux, spes unica»… Es un contrasentido que veneremos «la cruz de Cristo», la de hace veinte siglos en el Calvario, y que no le vemos ninguna gracia a «la cruz de Cristo en nosotros» mismos, en nuestros hermanos, en la Iglesia: la que Cristo está viviendo hoy en nosotros.
Veneremos la imagen de la Cruz, el Crucifijo. En las iglesias antiguas suele haber un Crucifijo grande en un muro lateral, con un reclinatorio delante: santa y santificante tradición. Pedir a Dios y esforzarse en conseguir una devoción incluso sensible hacia el crucifijo, hacia el signo de la cruz: rezar ante la cruz, etc.
Procuremos tener Crucifijos: en el cuello, en las paredes de casa, en el lugar más visible y honroso, sobre la cama, en la puerta. Regalémoslos a otros… Toda la tradición popular y toda la tradición litúrgica, tanto en Oriente como en Occidente, ha privilegiado siempre la santa cruz, viendo en ella el signo más elocuente de nuestro Salvador Jesucristo. No nos baste, pues, con poner un cuadro de la Virgen y el Niño, y menos si viene a ser no más que una «maternidad».
Recemos, según la tradición, «por la señal de la Santa Cruz, de nuestros enemigos líbranos, Señor Dios nuestro. En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén». Buen comienzo para la oración. «Te adoramos, Cristo, y te bendecimos, pues por tu santa Cruz redimiste al mundo». Practiquemos la venerable devoción del Via Crucis, como también Las oraciones a las siete llagas, compuestas por Santa Brígida. Y otras devociones semejantes.
Leamos y meditemos muchas veces la Pasión del Señor, dando primacía a la de San Juan, el único cronista de la Cruz que fue testigo presencial. Vayamos apropiándonos de todos los sufrimientos que vemos en el Crucificado y que reconocemos en nosotros mismos: dolores físicos, espirituales, afectivos, en cabeza y pecho, manos y pies, insultos, desprecios, abandonos, agotamientos, calumnias, injusticias, situaciones sin salida, burlas y ridículos, imposibilidad de acción –manos y pies clavados–, etc.
Ofreceré en otros artículos una antología de textos sobre la Cruz. Muchos santos han tenido «la Cruz como libro casi único», como tema predilecto de su contemplación. Y es lógico: ningún misterio de Cristo le revela tanto como el de la Cruz; y en ninguno de ellos revela Él tanto a Dios, que es Amor. Es ciertamente el más luminoso de los misterios de Cristo.
Prediquemos a «Jesucristo, y a éste crucificado» (1Cor 2,2). Ésa fue la norma de los Apóstoles, protagonistas de la más grandiosa evangelización de la historia de la Iglesia. Y es que la predicación más fuerte y persuasiva, la más fecunda en conversiones, la más atractiva y fascinante, es aquella que está más centrada en la Cruz de Cristo. Ilustro esta afirmación con un precioso ejemplo:
–La evangelización de América hispana –rápida, profunda, extensa, precoz en santos, de efectos duraderos hasta hoy– se hizo «predicando a Cristo Crucificado», y comenzando siempre por «plantar la Cruz». Así, en torno a la Cruz, nacieron los pueblos critianos que hoy forman la mitad de lo que es la Iglesia Católica. Ésa fue la norma común de la acción misionera en franciscanos, dominicos, agustinos, jesuitas, etc. Alzar la Cruz y construir en torno a ella fue práctica de todos al establecer pueblos misionales, como también lo hacían los jesuitas en lasReducciones. Comprobamos esta norma incluso en la misma acción de los cristianos laicos.
Hernán Cortés (1485-1547), según el testimonio de los primeros cronistas franciscanos, favoreció mucho la evangelización de México. Ésta es también la opinión de autores modernos, como el franciscano Fidel de Lejarza o el jesuita Constantino Bayle. Y se distinguía por su devoción a la Cruz. El Padre Motolinía (fray Toribio de Benavente, 1490-1569), del primer grupo de misioneros franciscanos, en 1555, escribía acerca de él al emperador Carlos I:
«Desque que entró en esta Nueva España trabajó mucho de dar a entender a los indios el conocimiento de un Dios verdadero y de les hacer predicar el Santo Evangelio. Y mientras en esta tierra anduvo, cada día trabajaba de oír misa, ayunaba los ayunos de la Iglesia y otros días por devoción. Predicaba a los indios y les daba a enten­der quién era Dios y quién eran sus ídolos. Y así, destruía los ído­los y cuanta idolatría podía. Traía por bandera una cruz colorada en campo negro, en medio de unos fuegos azules y blancos, y la letra decía: “amigos, sigamos la cruz de Cristo, que si en nos hubiere fe, en esta señal venceremos”. Doquiera que llegaba, luego levantaba la cruz. Cosa fue maravillosa, el esfuerzo y ánimo y prudencia que Dios le dio en todas las cosas que en esta tierra aprendió, y muy de notar es la osadía y fuerzas que Dios le dio para destruir y derribar los ídolos principales de México, que eran unas estatuas de quince pies de alto» (y aquí narra una escena que para siempre quedó descrita por Andrés Tapia, en la crónica de la Conquista de Tenochtitlán).










Los primeros misioneros de México, igualmente, alzaron el signo de la Cruz en toda la Nueva España: en lo alto de los montes, en las ruinas de los templos paganos, en las plazas y en las encrucijadas de caminos, en iglesias, retablos y hogares cristianos, en el centro de los gran­des atrios de los indios… Así se puede comprobar hoy mismo, a pesar de haber sufrido México gobiernos anticristianos durante tanto tiempo. Siempre y en todo lugar, desde el princi­pio, los cristianos mexicanos han venerado la Cruz como signo máximo de Cristo, y sus artesanos, según las distintas regiones, han sabido adornar las cruces en cien formas diversas, a cual más bella.
No exageraba, pues, Motolinía al escribir: «Está tan ensalzada en esta tierra la señal de la cruz por todos los pueblos y caminos, que se dice que en ninguna parte de la cristiandad está tan ensalzada, ni adonde tantas y ni tales ni tan altas cruces haya; en especial las de los patios de las iglesias son muy solemnes, las cuales cada domingo y cada fiesta adornan con muchas rosas y flores, y espa­dañas y ramos», como todavía hoy puede verse (Historia de los Indios de la Nueva España, 1941: II,10, 275).
–P. Antonio Roa (1491-1563), agustino, nacido en la villa burgalesa de Roa, fue en México un gran misionero evangelizador, y conocemos su historia admirable por la Crónica de la Orden de N. P. S. Agustín en las provincias de la Nueva España (1624), del padre Juan de Grijalva. El P. Roa era extraordinariamente penitente, representaba en sí mismo ante los fieles la Pasión de Cristo, y tenía en la Cruz su arma misionera principal. En una ocasión, estando entre los indios de Sierra Alta, hubo de sufrir una terrible hostilidad de ellos contra el Evangelio. Aullaban y bramaban solo de oirlo, dando muestras de estar muy sujetos al Padre de la mentira.
Entendiéndolo así el padre Roa, cuenta Grijalva, «quiso coger el agua en su fuente, y hacer la herida en la cabeza, declarando la guerra principal contra el Demonio. Empezó a poner Cruces en algu­nos lugares más frecuentados por el Demonio, para desviarlo de allí, y quedarse señor de la plaza. Y sucedía como el santo lo espe­raba, porque apenas tremolaban las victoriosas banderas de la Cruz, cuando volvían los Demonios las espaldas, y desamparaban aquellos lugares. Todo esto era visible y notorio a los indios» (I,22).
El P. Antonio Margil de Jesús (1657-1726), franciscano nacido en Valencia, hubo de realizar en México su misión evangelizadora en zonas a las que no había llegado la primera evangelización fulgurante, a veces muy cerradas al Evangelio, sufriendo con frecuencia gravísimos peligros y necesidades. En mi libro Hechos de los apóstoles de América (Fund. GRATIS DATE, 2003, 3ª ed., 239-256), refiero en un capítulo su vida, ateniéndome al libro de Eduardo Enrique Ríos, Fray Margil de Jesús, Apóstol de América (IUS, México 1959). Transcribo de mi libro:
«Velando el crucifijo de noche en el campo. En 1684, fray Margil y fray Melchor partieron para el sur [de México], con la idea de llegar a Guatemala. Atravesando por los grandiosos paisa­jes de Tabasco, caminaron con muchos sufrimientos en jornadas intermi­nables, atravesando selvas y montañas. No llevaban consigo alimentos, y dormían normalmente a la intemperie, atormentados a veces por los mos­quitos. Predicaban donde podían, comían de lo que les daban, y sóla­mente descansaban media noche, pues la otra media, turnando entre los dos, se mantenían despiertos, en oración, velando el crucifijo.
«En sus viajes misioneros, allí donde los parecía, en el claro de un bosque o en la cima de un cerro, tenían costumbre –como tantos otros misioneros– de plantar cruces de madera, tan altas como podían. Y ante la cruz, con toda devoción y entusiasmo, cantaban los dos frailes letrillas como aquélla: “Yo te adoro, Santa Cruz / puesta en el Monte Calvario: / en ti murió mi Jesús / para darme eterna luz / y librarme del contrario”…
«De tal modo los indios de Chiapas quedaron conmovidos por aquella pareja de frailes, tan miserables y alegres, que cuando después veían llegar un franciscano, salían a recibirle con flores, ya que eran “compañeros de aquellos padres que ellos llamaban santos”. Y así fueron misionando hasta Guatemala y Nicaragua. Ni las distancias ni el tiempo eran para ellos propiamente un problema: llevados por el amor de Cristo a los hombres, ellos llegaban a donde fuera preciso» (241-242).
Bueno sería que ante las grandes exigencias de la Nueva Evangelización, tan necesaria, tuviéramos bien presente el ejemplo de los Apóstoles, que «predicaban a Cristo y a Cristo crucificado» y el ejemplo de tantos misioneros santos de la historia de la Iglesia, que centraron igualmente en la Cruz la acción evangelizadora.

José María Iraburu, sacerdote



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